Cuando aparezca esta columna se habrá celebrado la primera sesión del Sínodo sobre la familia, que, en el momento de escribirla, aún no ha comenzado. Aunque he leído declaraciones anteriores de algunos de los participantes, no sé lo que habrán dicho en sus intervenciones.
He recordado, sí, que en 1993 tres obispos alemanes, Oskar Bauer, Walter Kasper y Karl Lehman fueron a ver a Ratzinger -entonces prefecto para la doctrina de la fe- y le propusieron una solución pragmática, basada en la conciencia personal. Ratzinger la rechazó. Los dos últimos son ahora cardenales y Kasper habrá jugado un papel relevante en el Sínodo.
He recordado también que un amigo, que vivía separado de su mujer, recibió inopinadamente una demanda de nulidad. La razón era la “incapacidad para cumplir con los fines del matrimonio”. Lo chocante era que habían tenido dos hijos y la hija mayor, adolescente, había elegido vivir con el padre. Pues bien, a pesar de la evidente contradicción, el tribunal eclesiástico concedió la nulidad. Puede que influyera que la mujer tenía un hermano sacerdote, un joven emergente, formador del seminario de Madrid.
Finalmente he recordado que una persona de la alta burguesía madrileña alegó su voluntad de exclusión de la prole. Ante la objeción del juez haciendo referencia a sus seis hijos, la respuesta fue: “Yo no quería tenerlos pero mi mujer estaba tan buena…” Le concedieron la nulidad. Como a Camilo José Cela, Isabel Preysler -dos veces-, Rocío Jurado, Carmen Martínez-Bordiú…
Pero no quiero hacer un rosario de anécdotas ni cotilleos. Me limitaré a recordar que, hace años, escribí en alandar un artículo abogando por que a la inmisericordia de los preceptos la sustituyera la misericordia ante la fragilidad humana.
La primitiva Iglesia tenía el convencimiento de que “quien ha nacido de Dios no comete pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque ha nacido de Dios”. (1 Jo 3,9). Así pues, la confesión era algo excepcional, para una vez en la vida. Pero había una experiencia más realista, que venía de antiguo, según la cual “puede que el justo caiga hasta siete veces pero, ciertamente, se levantará” (Prov 24,16). Tomar conciencia de ello llevó a la confesión tal como la hemos conocido.
De modo semejante, con respecto al matrimonio, no se trata de negar que hay en él una voluntad y una promesa de perennidad apoyada por la presencia de Dios. Pero Dios está también cuando la fragilidad lleva a situaciones de ruptura. Privilegiar la institución por encima de las personas es hacer que el hombre sea para el sábado y no al contrario. Poner, en cambio, en las manos de las personas las decisiones sobre su destino es actualizar la confianza que Dios tiene en nosotros. Pablo aseguraba que donde está el espíritu de Dios allí hay libertad, aunque a la vez ponía la cautela de que no aprovechemos esa libertad para las bajas pasiones.
Llegado aquí, me ha venido el recuerdo del drama Asesinato en la catedral, de T. S. Eliot. El rey Enrique II, que acaba matando al arzobispo de Canterbuy, Thomas Becket, le reprocha que había súbditos que entraban en un convento para librarse de las levas militares y le insta a exclaustrarlos. Becket contesta que, en efecto, había quienes usaban esa argucia, pero añadía: si hay uno solo que entra por verdadera vocación, yo tengo que defender a éste. Puede que, dejando a la conciencia de los casados sus decisiones, haya engaños o mentiras. Pero si hay una sola víctima hay que defenderla. ¿Y no ha habido y hay engaños en tantos anulados?
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