Hace un año, un terremoto arrasó Haití, causando 250.000 muertos. El mundo entero se movilizó para ayudar al país. Miles de millones de euros y dólares cayeron sobre la isla. Pero doce meses después la situación sigue siendo catastrófica. La epidemia de cólera, que se ha llevado ya a otros 2.500 haitianos, ha puesto en evidencia las condiciones deplorables en las que sigue viviendo la gran mayoría de la población. Algo más de un millón y medio de ellos aún permanecen en los campos levantados provisionalmente para acogerlos.
A esto se añade la clamorosa crisis política que mantiene paralizada la administración y obstaculiza los esfuerzos de reconstrucción de las organizaciones humanitarias. Y no parece que este panorama vaya a mejorar a corto plazo. Teóricamente, este próximo domingo, 16 de enero, debía celebrarse la segunda vuelta de las elecciones a la presidencia del país, pero los resultados definitivos de la primera, celebrada en noviembre, aún no se conocen…
In situ, las ONG están tomando poco a poco conciencia de los límites de las acciones de emergencia. Las donaciones suelen fluir, pero no consiguen mejorar las cosas de manera significativa y, con frecuencia, acaban instalando a las poblaciones afectadas en la dependencia. No basta, pues, con ayudar a los haitianos a levantar de nuevo sus casas. Hay que ayudarles, sobre todo, a participar en la reconstrucción de su país, a tomar las riendas de su destino, a crear de una vez por todas el Estado fuerte y solidario que nunca han tenido.
Lo ha dicho estos días, con mejores palabras, el cardenal Sarah, presidente del consejo pontifical Cor Unum, durante su visita por aquellas tierras: “Esta sociedad tiene que reconstruir no sólo los edificios, sino también al hombre haitiano”. Para lograrlo, Haití necesitará todavía durante mucho tiempo nuestro apoyo. Y no sólo en forma de dinero.
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