La mezquita azul de Estambul, la mezquita Hussein en Amann, la mezquita de la Roca en Jerusalén… En menos de tres años, Benedicto XVI ha visitado tres mezquitas. Incluso ha rezado –o se ha “recogido”- en alguna de ellas. Juan Pablo II sólo estuvo en una, la de Damasco, en 26 años. ¿Es éste el papa de las mezquitas?
Hay que decir que sin el “desgraciado” malentendido del discurso de Ratisbona, estas visitas no hubieran ocurrido. El diálogo con el islam no formaba parte de la agenda prioritaria de Ratzinger al inicio de su pontificado. No porque se opusiera, sino porque lo concebía en una perspectiva cultural más que religiosa, como señalan sus intervenciones de la época.
Sin embargo, de este viaje a Tierra Santa quedarán, sobre todo, los gestos audaces a favor del diálogo: la sorprendente oración cogido de la mano con un rabino y un imán; la invocación a los tres monoteísmos como fuente de paz en el monte Nebo; su imagen frente al muro que separa Israel de los territorios palestinos; el hilo tejido, sin solución de continuidad, entre la mezquita de la Roca y el Muro –ese otro muro- de las Lamentaciones en Jerusalén…
¿Hay que concluir que Benedicto ha cambiado de extremo? “El papa ha dado pasos. Es importante, en un verdadero diálogo, no permanecer en el mismo punto”, ha afirmado el portavoz papal, Federico Lombardi, durante el viaje. Parecería que la violencia de las reacciones en el mundo musulmán al discurso de Ratisbona y la situación de los cristianos en Tierra Santa le han convencido de la urgente necesidad del diálogo para conseguir la paz.
¿Lo ha conseguido? A medias, habría que decir. Los musulmanes han quedado más que satisfechos. Los judíos, no tanto.
En Jordania, el país musulmán más comprometido en el diálogo interreligioso, y donde el príncipe Ghazi recordó al recibirle en la mezquita que “los cristianos tienen una antigüedad superior en 600 años a la de los musulmanes” en aquellas tierras, el papa insistió en explorar la relación entre la fe y la razón, tan querida para él: “Creo firmemente que cristianos y musulmanes pueden encargarse juntos de esta tarea”. Nótese que el papa no habló de una “razón cristiana”, sino de una “razón humana”. Y que prefirió hablar de “respeto” entre las dos religiones en lugar de “tolerancia”, que parece implicar una cierto aire de superioridad de quien tolera al tolerado.
Por lo demás, Benedicto se guardó mucho de asociar al islam con la violencia. Por si las moscas. Al contrario, habló de la “manipulación ideológica de la religión”, que, “como todas las expresiones de búsqueda de la verdad, puede ser corrompida o pervertida cuando está al servicio de la ignorancia”. Y, al relacionar monoteísmos y paz, concluyó calificando al islam como una religión pacífica donde las haya.
Lo de los judíos es otro cantar. Con razón o sin ella, el mundo hebreo considera que el papa ha dado varios pasos atrás en el diálogo judeo-cristiano, sobre todo tras los últimos roces: la recuperación del rito tridentino y la oración por la salvación de los judíos (enlace); el proyecto de beatificación de Pío XII, el perdón al lefebvrista y negacionista Williamson…
Benedicto comenzó bien, en el monte Nebo, a la vista de Israel, al reafirmar “el lazo inseparable que une a la Iglesia y al pueblo judío”. Pero, una vez allí, el papa manifestó, con sus gestos y sus palabras, una gran proximidad con los palestinos y una severa crítica a la postura hacia éstos del gobierno israelí. Y lo acabó de arreglar con su discurso en el Memorial del Holocausto, el Yad Vashem, que decepcionó a numerosos judíos. Sin duda, tal vez por el asunto Williamson y viniendo de un papa alemán, esperaban una condena más enérgica del antisemitismo.
Tal vez el problema sea la insistencia en dialogar a por unos y otros por separado. Como ha señalado el responsable de comunicación del Patriarcado Latino de Jerusalén, Wadi Abunassar, “lo que necesitamos es un diálogo a tres, cristianos, judíos y musulmanes, que mostraría que no se trata de crear una alianza de dos contra el tercero”. A ver si el próximo papa se atreve.