Hanuka, que significa “inauguración” en hebreo, es la llamada “fiesta de las luces”. El Evangelio de Juan hace una alusión a esto (Jn 10, 22): “Se celebrara entonces en Jerusalén la fiesta de la dedicación. Era invierno”. Conmemora la reconquista del Templo de Jerusalén por los Macabeos y el milagro que se produjo entonces: la pequeña cantidad de aceite que subsistía en el Templo, que en principio no bastaba más que para “la iluminación de una sola jornada” en el candelabro sagrado, duró finalmente ocho días, el tiempo necesario para preparar más frascos de aceite.
El milagro de Hanuka es así el de la permanencia judía al servicio de la Torah, a pesar de la profanación o de la destrucción del Templo. Cada tarde durante ocho días, las familias judías proceden al encendido de las vela de la Hanukia, el candelabro de siete brazos emblema de esta fiesta. El primer día se enciende una vela; el segundo, dos; etc. según el principio de que “aumentar en santidad”. El candelabro debe ser colocado cerca de una ventana para que pueda ser visto desde el exterior.
Los judíos alumbran su primera vela en la tarde del 21 de diciembre. Tres días después, los cristianos festejamos la Navidad. Estas dos fiestas de la luz que caen en torno al solsticio de invierno, en el momento en que la oscuridad es mayor y las noches las más largas del año, proclamamos nuestra esperanza en la luz que encienden durante ocho días. Los judíos saben que, a partir de entonces, el sol brillará algo más durante el día. Y aprenden sobre todo que la luz que surge en la oscuridad es más rica que la que sale de la luz. Aquí reside la cuestión de la responsabilidad y de la transmisión. Y se plantea en dos planos.
En el siglo II antes de la era cristiana, los seleúcidas de Siria, bajo el reino de Antioco Epifanio, querían helenizar toda la Judea. Ocupaban ya el territorio de Israel que había perdido su independencia política. Pero intentaron también su identidad espiritual. El rey sirio hizo instalar en el Templo una estatua de Zeus Olímpico, obligando a los sacerdotes a ofrecerle un sacrificio el día de su aniversario; intervino violentamente en Jerusalén contra los recalcitrantes, masacrando 40.000 judíos y vendiendo como esclavos a otros 40.000 (Libro Segundo de los Macabeos); prohibió a los judíos que observaran el sábado; les obligó a comer alimentos prohibidos; suprimió la circuncisión; restableció la prostitución sagrada y reemplazó la celebración de las fiestas judías por celebraciones mensuales en honor a Dionisos.
Con esto, los seleúcidas atacaron la identidad política y religiosa de Israel. Eran el ser y el haber del pueblo judío los que estaban en cuestión. Pero el sacerdote Matatías y sus cinco hijos, entre ellos Judas Macabeo, se levantaron contra sus enemigos y liberaron el país. Purificaron el Templo y el milagro de la luz espiritual se cumplió: un frasquito de aceite, hecho para durar un día en el candelabro de siete brazos, duró ocho días, el tiempo necesario para preparar otro frasquito. Así, la luz espiritual se unía y confirmaba la luz política que iluminó primero la independencia y la liberación del país. Una no va sin la otra. El pueblo no puede preservar su cultura y su alma, su vocación y su papel en la historia sin que su territorio le pertenezca y su identidad se preserve. Hace falta un alma y un cuerpo para hacer un hombre. Hace falta una espiritualidad y un espacio propio para hacer un pueblo. Esto es válido para todos los pueblos.
Ésta es la lección del candelabro, la Mënorah, que alumbran cada tarde. La luz auténtica es la del octavo día, porque esta cifra representa el cumplimiento de este mundo que respira al ritmo marcado por la semana primordial de siete días. Este octavo día mesiánico deberá iluminar a todos los pueblos libres y responsables de la paz y la justicia.
En el tiempo en que la oscuridad se abate sobre el mundo, judíos y cristianos anuncian la luz para todos.
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