El 31 de octubre de 1517, un fraile agustino de nombre Martín Lutero clavó en las puertas de la iglesia del palacio de Wittenberg las famosas 95 tesis contra la doctrina papal sobre las indulgencias. Él no lo sabía –solo quería provocar uno más de los debates teológicos tan habituales en la época-, pero este acto acabó dando origen a lo que se llamó la Reforma. Y, con ella, a cinco siglos de disputas y reconciliaciones, de guerras y persecuciones, de periodos de violencia y –los menos- de calma entre protestantes y católicos.
Venturosamente, los tiempos en que ambos consideraban al otro como el demonio quedan ya lejos. En el último siglo, el diálogo se ha ido imponiendo progresivamente como una evidencia para trabajar juntos al servicio de la evangelización, la justicia y la paz. Y, todo hay que decirlo, en busca de esa ansiada unidad de los cristianos que cierre la herida que aún no ha cicatrizado del todo.
Tras el concilio Vaticano II, se embarcaron en un camino ecuménico que asocia una reflexión teológica rigurosa y un deseo de conversión mutua. Con respeto, pero sin concesiones. Fueron años de revisión conjunta de la dolorosa historia común. Y de acuerdos teológicos sobre los grandes temas que los separaban: la figura de Lutero, la importancia de las Escrituras, Jesús como único mediador ante el Padre o, incluso, la salvación. Años en los que se hizo realidad el “principio de Lund”, enunciado en 1952 en una conferencia mundial celebrada en la ciudad sueca donde, en octubre pasado, se abrieron las conmemoraciones de este quinto centenario de la Reforma en presencia de Francisco: “Actuar juntos en todas las materias salvo en aquellas en las que las diferencias de convicción profunda nos obliguen a actuar separadamente”.

Martín Lutero. FOTO GABRIELA ALU
En algún momento, incluso se abrió paso la esperanza de una reconciliación definitiva, y hasta la posibilidad de una comunión eucarística compartida parecía al alcance de la mano. Sin embargo, ocurrió lo contrario. El motor del diálogo parece hacerse gripado. Desde la declaración conjunta de Ausburgo en 1999 sobre la justificación por la fe, apenas se ha avanzado. Los teólogos de ambos lados han seguido trabajando, pero sin llegar a nuevos acuerdos.
Paradójicamente, los temas antes mencionados que provocaron la ruptura ya no separan. Ambas partes se llaman “hermanos” sin dificultad. Pero cuestiones ayer secundarias –algunas, no tanto- se han convertido en abismos que se agrandan a riesgo de convertirse en diferencias insalvables: el lugar de María y los santos, el magisterio y la libertad de interpretación de la Biblia, la eclesiología y la sucesión apostólica, el primado del papa, la comprensión de ciertos sacramentos y, en particular, la cuestión de la presencia real de Jesús en la eucaristía, la laicidad, la moral, las relaciones con otras religiones…
En algunos casos, se puede aceptar la postura contraria. Los protestantes pueden vivir su fe “relegando” a María, pero no debe molestarles la devoción mariana de los católicos. Y viceversa. En cuanto al papa, “si hoy no es posible ser plenamente católico sin conocer a Lutero, tampoco es posible ser protestante ignorando al papa”, declaró François Clavairoly, presidente de la Federación Protestante de Francia tras el viaje de Francisco a Lund el año pasado.
En cambio, en otros asuntos no se puede abundar más sin renunciar a la profesión de fe y dogmas de cada uno. Por ello, algunas voces piensan que tal vez ha llegado el momento de admitir que el acercamiento tiene límites, reconocer las diferencias y convenir que la unidad no es siempre uniformidad y también existe en la diversidad.
Para los partidarios fervientes del diálogo, como Michel Kubler, sacerdote asuncionista y director del Centro Ecuménico Internacional San Pedro-San Andrés, esto sería un grave error: “Lo que pretenden es dibujar un muro, fijando los desacuerdos y remarcando una vez más lo que nos separa”. A su juicio, “no podemos contentarnos con la constatación de la diversidad. La pluralidad actual no es satisfactoria. Debemos trabajar todavía en la visibilidad de la unidad, aunque sea en el plan simbólico. Se trata no solo de un testimonio hacia el exterior, sino también de un signo enviado a los creyentes de nuestras propias confesiones. Como dice el Evangelio de San Juan, “que todos seamos uno”. La unidad no es un sueño o un concepto, sino una realidad que hay que vivir en esta tierra.
Por ello, el “imperativo ecuménico”, en palabras de Kubler, es ineludible y obliga a ambas Iglesias a continuar buscando vías, aclarando nociones, creando modelos comunes, sobre todo, rezando juntos y, cuando sea posible, participando en la comunión, “en la eucaristía o en la santa cena”, como mostró públicamente Francisco en Lund.
En este sentido, este quinto centenario de la Reforma puede ser el inicio de un nuevo impulso del diálogo. “Es la primera vez que una conmemoración protestante es celebrada por todos los cristianos, al menos de Occidente. Y esto tiene que marcarnos. La unidad ya está en nuestros corazones, pero nuestras inteligencias son lentas para comprender…”.
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