En grupos y movimientos progresistas se oye a menudo, repetida como un mantra, la frase que encabeza estas líneas y que se utiliza como premisa para llamar a la esperanza y a la acción.
Como todo enunciado corto y preciso, parece de entrada formular una verdad irrebatible. Cuando se entra, sin embargo, en un análisis más pormenorizado, tal verdad puede quedarse en nada.
Si la frase se formula en abstracto, no cabe duda de que otro mundo es posible, pero de igual modo que es posible que Putin acabe de monje en un convento. ¿No es posible? Sin duda que sí, pero nadie apostaría un euro por que tal cosa suceda.
En otro sentido se puede decir que es posible un mundo otro, es decir, un mundo distinto. El cambio climático, la nueva geopolítica, la inteligencia artificial traerán sin duda alguna otro mundo, distinto.
Es de suponer sin embargo que la frase que comentamos pretende que es posible un mundo mejor. ¿Y eso quién lo sabe? ¿Qué es lo que sustenta esa afirmación?
Parece que, a pesar de todos los desmentidos de la historia, el progresismo sigue en la idea de que el mundo avanza siempre hacia mejor, una concepción de la modernidad que Karl Popper arruinó ya en La miseria del historicismo. Hoy ya está claro que nadie puede garantizar que la historia avance orgánicamente hacia mejor.
El siglo XX fue mejor que el XIX en muchos aspectos –los derechos humanos, la descolonización- pero no para los 10 millones de víctimas la I Guerra Mundial ni para los 80 millones de la segunda. Ni para los que a lo largo de 70 años vivieron en la URSS, ni para los palestinos, ni para los súbditos de Pol Pot.
¿Y si abandonásemos ese tinte profético y dijéramos simplemente: este mundo es en muchos aspectos un desastre, que el número de las víctimas es inmenso y debemos, por tanto, esforzarnos en mejorarlo? No estamos seguros de que vayamos a lograrlo. Nadie podía garantizar que el comunismo no diese lugar a un Stalin ni el sandinismo a un Ortega ni la independencia de un país a un Obiang ni la democracia a un Trump. Nada ni nadie nos ofrece garantías para un futuro y, sin embargo, habrá que luchar porque el presente es en tantos aspectos insoportable.
Resulta que todo esto que yo estoy intentando decir trabajosamente ya lo había formulado hace muchos años Emmanuel Mounier de manera concisa y luminosa: “Nuestra acción no está dirigida esencialmente al éxito sino al testimonio. Es decir, las ideas no nos dejan tranquilos. No tendríamos fe, no tendríamos amor si no quisiéramos con toda nuestra fuerza su realización. No la queremos para nosotros ni necesariamente para nosotros sino para ellas y para millones de hombres que no han desesperado nunca. Pero, aunque estuviéramos seguros del fracaso, partiríamos de todos modos porque el silencio ha llegado a ser intolerable.
Nuestro optimismo no consiste en calafatear el futuro con nuestros sueños: ¿quién conoce las geografías de las potencias del bien y del mal, de sus promesas, de sus posibilidades? No, nuestro optimismo no está vuelto hacia el porvenir como una solución. El éxito es algo sobreañadido. El reino del espíritu está en medio de nosotros, existe desde este instante si yo lo quiero, como un fulgor que nos rodea. Es la esperanza una virtud presente, una sonrisa en las lágrimas, una brecha en la angustia. La esperanza es la confianza y no la espera morbosa de compensaciones imaginarias para las decepciones de hoy”.
Magistral. ¿Otro mundo es posible? No lo sabemos, pero lucharemos por mejorar este.