Corazón de perro

He escogido este título como recuerdo y homenaje a la famosa e inquietante novela de Mijaíl Bulgákov y con motivo de la nueva Ley sobre el bienestar animal.

Supongo que es conocido que los chinos comen carne de perro. Un amigo me contó hace años que la embajada española en Pekín tenía un perro y que, para evitar su secuestro, lo sacaban a pasear escoltado por dos policías.

Pues bien, supongamos que un español compra un cerdo recién nacido, lo cuida y alimenta y cuando puede considerarlo un cochinillo, lo manda matar y se lo come asado. Y supongamos igualmente que un chino que vive en España realiza la misma operación con un perro. El primero será considerado un gourmet. El segundo casi un delincuente o al menos acreedor a una buena multa.

Mi hermano militar destinado hace muchos años en El Aaiún me contaba que el soldado que cuidaba los cerdos para la alimentación del regimiento, aburrido en su tarea, se dedicaba a amaestrarlos. Cuando llegaba el jefe de visita, el soldado daba una orden: “Manola, saluda al comandante”. Y, en efecto, una cerda salía trotando y hacía una reverencia presentando sus respetos a la autoridad. ¿Y por qué un animal sensible e inteligente no tenía derecho, igual que un perro, a que se respetase su vida?

He utilizado la palabra derecho porque parece que de eso se trata, de tal modo que desde 2020 hay una Dirección General de  Derechos de los Animales.

Pero resulta que actualmente hay intelectuales (Hans Magnus Enzensberger, Yuval Noah Harari, Peter Sloterdijk) que defienden que, muerto Dios, ya no hay derechos humanos, que son -en todo caso- una reliquia del cristianismo.

Ciertamente, somos muchos los convencidos de que hay derechos humanos porque todos somos hijos de Dios y eso nos concede una igual dignidad.

Paradójicamente, cuando se ponen en cuestión los derechos humanos aparecen los derechos de los perros.  Ahora bien ¿quién lo determina? Ojalá se pudiera preguntar al perro de la novela de Bulgákov (al que un doctor opera, implantándole partes humanas).

Acaso dijera: quiero tener derecho a una vida sexual sana. Pero los legisladores se le oponen: hasta ahí podían llegar los derechos. Tal como están las cosas no tenemos más remedio que castrarte. O quizá añadiera el perro: si no se encuentra a nadie que me acoja y me cuide, quiero tener derecho a una muerte digna y que puedan aprovecharme los buitres o los quebrantahuesos. O un chino. Pero de nuevo se le responde: nada de eso. ¿Quieres aumentar el número de suicidios asistidos? Tienes que ir a vivir en un CIE perruno, en un refugio, hasta que te mueras de viejo.

Con el genio que se gastaba el perro de la novela no creo que estuviera de acuerdo con esas normas, pero nosotros sabemos que se han hecho para garantizar su bienestar.

Tengo que decir que nunca he tenido un perro. Sólo en mi primera parroquia, en la que vivía con unos seminaristas, nos regalaron un pequeño cachorro que, como nadie se encargaba de educar, me mordisqueó todos los tomos de los escritos de Teología de Karl Rahner. En vista de eso tuvimos que regalarlo. No estoy muy seguro, pero creo que hoy eso nos hubiera costado una multa.

Autoría

  • Carlos F. Barberá

    Nací el año antes de la guerra y en esta larga vida he tenido mucha suerte y hecho muchas cosas. He sido párroco, laborterapeuta, traductor, director de revistas, autor de libros, presidente de una ONG, dibujante de cómics, pintor a ratos... Todo a pequeña escala: parroquias pequeñas, revistas pequeñas, libros pequeños, cómics pequeños, cuadros pequeños, una ONG pequeña... He oído que de los pequeños es el reino de los cielos. Como resumen y copiando a Eugenio d'Ors: Mucho me será perdonado porque me he divertido mucho.

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