Hay que reconocer que el papa Francisco tiene influencia mediática y que, en virtud de ella, su convocatoria del año de la misericordia ha gozado de una repercusión inusitada. ¿Quién se acuerda por ejemplo de que, en 2009, Benedicto XVI convocó un año sacerdotal?
Pero una vez conocida la actual convocatoria, aparecen enseguida las preguntas. La primera se refiere a la palabra misma. Se trata un término de utilización escasa y que, por tanto, adolece de una cierta indefinición. Con una consecuencia negativa: no es susceptible de evaluación. ¿Qué termómetro medirá al final si la Iglesia se ha vuelto más compasiva, si lo han hecho los cristianos?
Por esta razón estoy convencido de que hubiera sido mejor echar mano de la palabra compasión, com-passio, como hace Metz en su libro Memoria passionis. Compasión equivale a padecer con el otro, a tomarlo a cargo con sus padecimientos, una mezcla de sentimiento y tarea que solemos hurtarnos. Es, en general, costosa: compromete demasiado.
Pondré un ejemplo. Parece que los arciprestazgos de Madrid se han repartido las obras de misericordia. Uno de ellos, al que le ha tocado en suerte dar de beber al sediento, ha decidido sufragar la construcción de un pozo en algún lugar de Africa. Sin duda lograrán ese objetivo y muchos fieles habrán aportado su colaboración. ¿Habrá sido un acto de compasión? ¿Serán por ello más compasivos? Me permito dudarlo.
En la bula Misericordiae vultus, Francisco escribe lo siguiente:
“En este Año Santo, podremos realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea. ¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. (…) Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia…”
Vista así, la misericordia deja de ser un vago sentimiento de simpatía y solidaridad para devenir una tarea concreta y, por tanto, evaluable. Podría ser bonito, al cierre del Año, contar algunas historias tipo y acompañarlas con cifras. Hemos llevado a cabo todas estas cosas y, sin duda, eso nos ha vuelto más misericordiosos.
La misericordia deja de ser un vago sentimiento de solidaridad para devenir una tarea concreta y, por tanto, evaluable
Hasta ahora he estado pensando en los actos de las personas o las comunidades. Sin embargo, ¿puede la Iglesia convertirse a la misericordia? Duquoc, el teólogo francés, ha sostenido que, desde sus comienzos, la Iglesia no tuvo más remedio que utilizar la exclusión: “Querer vivir realmente la fraternidad impone ciertas reglas de juego. Actitudes destructoras no pueden formar parte de la comunidad”. La misericordia se muestra entonces en la oferta de una vuelta a la comunión, “pero mientras la conversión no da frutos perceptibles que faciliten la existencia fraternal, la comunidad no puede, sin renunciar a su estructura, integrar al que prácticamente se niega a ello”.
No tengo espacio en esta columna para dar una respuesta, que dejo a la capacidad de reflexión de los lectores. Quiero, en cambio, terminar con una especie de parábola que sucedió realmente. Me la contó Julio López Sainz de Rozas, un cura madrileño fallecido hace años. En medio de una ceremonia de ordenación de presbíteros, de pronto un mendigo entró en la iglesia y fue recorriendo despacio el pasillo central hasta alcanzar casi el presbiterio. Un encargado de la iglesia salió entonces, le rodeó con el brazo los hombros, lo fue conduciendo hasta la salida y lo echó. Julio, que estaba sentado en el último banco, le invitó a sentarse a su lado. Era un mendigo portugués. Julio le preguntó por su nombre. Se llamaba Emmanuel.