El pasado noviembre la Conferencia Episcopal aprobó un documento titulado El Dios de vivos, dedicado a la resurrección, la vida eterna y la celebración de las exequias. Su lectura me ha sugerido la reflexión que sigue.
Al tratarse de una instrucción pastoral, parece evidente que sus destinatarios son los pastores. Sin embargo, he preguntado a unos cuantos curas y ninguno la había leído. Quizá no me he dirigido a los adecuados. Pero los obispos deberían saber que los medios de comunicación sólo van a destacar lo que les parece lo más llamativo, que en este caso es que las cenizas tras la incineración hay que conservarlas en un cementerio u otro “lugar sagrado”. Y precisamente sobre este punto sí que he escuchado -y aguantado- comentarios: pero ¿por qué los obispos han de decirnos qué hacemos con las cenizas de nuestros parientes? ¿por qué se meten a organizar las vidas ajenas desde antes de nacer y hasta después de la muerte? pero ¿qué es eso de un lugar sagrado? etc. etc.
Si mi experiencia es significativa, los obispos han hecho un pan como unas tortas y no es la única vez. Parece un destino episcopal redactar de cuando en cuando declaraciones largas que apenas nadie lee en las que se cuela alguna afirmación chocante, que es lo que llega -y choca- a la gente normal. Este es el mundo en que vivimos, pero los obispos parecen no darse cuenta.
El catecismo de Astete decía que los humanos resucitarán “con los mismos cuerpos y almas que tuvieron”. Para Astete el hombre elefante lo sería por toda la eternidad
Me gustaría ir más al fondo. Yo llevo mucho tiempo defendiendo que la teología debe cambiar y hacerlo deprisa porque los tiempos y las mentalidades cambian aceleradamente. Hacer un texto con citas y citas de la tradición teológica puede estar justificado, pero cada vez hay que hacerlo con más espíritu crítico. Si no se hace así, con el mismo derecho alguien puede citar el Concilio de Florencia que en 1442 declaró solemnemente que sólo se salvan “quienes estén dentro de la Iglesia católica”, de manera que “no solo paganos, sino también judíos o herejes y cismáticos”(…) irán al fuego eterno que está aparejado para el diablo y sus ángeles”.
Sin duda es importante anunciar una y otra vez que Cristo ha resucitado y que nos promete nuestra propia resurrección, pero hay que ir con mucho cuidado si se quiere entrar en la descripción de esa vida eterna a la que estamos llamados. La tradición cristiana ha hecho formulaciones por las que hoy pasamos con cierta vergüenza. La indulgencias no se han abolido pero ¿quién se atreve hoy a mencionarlas? ¿y el limbo de los niños? Por esta razón hay en el documento afirmaciones que, siendo tradicionales, yo ya no suscribo y seguro que otros muchos tampoco lo hacen.
Pero quiero centrarme en el tema de la resurrección de la carne. Los obispos recalcan con razón que la persona humana es cuerpo y alma, y que también lo será la persona resucitada. San Pablo da algunas indicaciones, pero ir más allá de ellas me parece arriesgado y el documento parece defender que el cuerpo resucitado será este cuerpo mortal, entonces ya transfigurado. Las imágenes medievales del juicio final representaban a los muertos saliendo de las tumbas y el catecismo de Astete que yo aprendí de memoria decía que los humanos resucitarán “con los mismos cuerpos y almas que tuvieron”. Cuando años más tarde vi la película pensé que para Astete el hombre elefante lo sería por toda la eternidad.
El formol en que conservarán mis miembros ¿les parece a los obispos un lugar suficientemente sagrado?
Pues bien, la Conferencia Episcopal parece moverse en esa misma idea: “el cuerpo está llamado a la resurrección”, “el cuerpo ha de resucitar”, “el cuerpo del difunto llamado a resucitar con Cristo”. Por eso no están a favor de la cremación y por eso se oponen a que las cenizas se esparzan aquí o allá. Todo eso me parece un despropósito. Cierto que en la vida eterna se tendrá un cuerpo (el alma no puede ser un mamífero gaseoso, en expresión de Heckel) pero será un cuerpo espiritual (san Pablo), sea eso lo que sea. Desde luego no este cuerpo, que ya habrá desaparecido con el paso de los años. Mi abuela estaba enterrada en un cementerio que desapareció al construir la estación de Chamartín. Sus restos, que me dieron en una caja de zapatos, eran unos huesecillos y unos jirones de ropa. ¿Ese era el cuerpo que iba a resucitar?
Y por cierto: yo he dado mi cuerpo a la ciencia. El formol en que conservarán mis miembros ¿les parece a los obispos un lugar suficientemente sagrado?
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Eras, has sido y serás genial , Carlos. Desde Francia donde vivo te recuerdo con gran cariño. No te canses de decir grandes verdades en clave de humor, que es lo tuyo. Menos mal que queda gente como tú.
Sigo , desde el principio , fiel a alandar.