Les va a costar creerse lo que voy a contarles, pero tengo testimonios gráficos que atestiguan su veracidad. Allá por mayo aterricé, vía Ryanair, en un país báltico que prefiero no nombrar, invitada a dar una conferencia sobre “Envejecer en la Biblia”. Me pareció un poco raro que me buscaran desde tan lejos porque, además, la invitación la firmaba el director de un teatro. Investigué y me enteré de que se celebraba en la ciudad una semana cultural en torno al tema “Juventud y vejez” en colaboración ayuntamiento-Iglesia, que el obispo del lugar es un jesuita que estuvo un tiempo en España y quizá nos conocíamos. Total, que como eran solo tres días y nunca se iba a repetir la ocasión, me animé a ir un poco a la ventura.
«Tenemos el honor de tener entre nosotros a la profesora del papa Francisco»
En el aeropuerto me esperaban dos chicas, hermanas entre sí: una como delegada del director del teatro y la otra como traductora, con un ramo de flores. Nunca me han recibido así en ninguna parte, pero pensé que era costumbre del país, así que traté de imitar el ademán de la reina Sofía y recibí el ramo. Me llevaron en coche a un teatro enorme construido en tiempo de la ocupación soviética y en el que estaba colgado un cartel gigantesco con mi nombre y el anuncio de la conferencia. Me esperaba un comité de recepción: el director del teatro, un obispo emérito y otras fuerzas vivas de la ciudad, tanto civiles como eclesiásticas. Me saludaron con una efusión que me sonó algo desmedida llamándome “Profesora”, cosa que empezó a darme mala espina.
Pero cuando entré en estado de estupor fue al escuchar la traducción de lo que estaban diciendo: “Tenemos el honor de tener entre nosotros a la profesora del papa Francisco, que ha dicho de ella que es una de los cuatro teólogos más importantes del mundo”. Intenté interrumpir diciendo: “NO, NO, yo NO he sido profesora del papa, ¡pero si somos de la misma edad…! Y, además, yo lo que hago es divulgación bíblica…”. Imposible. Mis protestas no conseguían acceso a la traducción, debieron pensar que era una reacción de modestia, siguió el discurso y, de pronto, tomé conciencia de que iba a ser ya imposible deshacer la confusión: el rumor de que Bergoglio en Buenos Aires había leído algunos libros míos lo había convertido en “mi alumno” y ahora yo estaba allí, importada como figura de renombre para dar realce a su semana cultural y con el viaje pagado, así que les iba a hacer una faena a aquella gente encantadora si les sacaba del error, con lo cual lo mejor que podía hacer era entrar en el papel asignado. Me acordé de esas figuras de cartón que ponen en las verbenas, una flamenca o un cowboy, para que metas la cara por el agujero y te hagan fotos, decidí asumir el rol de profesora papal, asomé la cabeza, sonreí para la foto y todo lo demás fluyó solo.
Al día siguiente me llevaron al santuario local y, para representar mejor la relación entre vejez/juventud, hice el viaje en el sidecar de una moto escoltada por ocho moteros con Harleys despampanantes, unos tipos enormes todos de negro, con tatuajes y calaveras en las cazadoras, además de un fotógrafo que ya se pegó a mí el resto de la visita haciéndome diez mil pares de fotos. Me subí al sidecar, me planté un casco y emprendimos la ruta haciendo bruuuum, bruuuum al atravesar la ciudad. En los semáforos, la gente miraba intrigada así que entré del todo en el guion y me puse a saludar moviendo la mano a derecha e izquierda, partida de risa por dentro y lamentando no tener algún cómplice de la situación. Cada vez me iba adaptando mejor: firmé en el libro de visitantes ilustres, dije frases anodinas para la TV, recibí más flores de manos del alcalde y me subí a una avioneta militar para ver la ciudad desde el aire.
Me acordé de esas figuras de cartón que ponen en las verbenas, una flamenca o un cowboy, para que metas la cara por el agujero y te hagan fotos
El retorno a la realidad fue crudo: ni rastro de recepción en Barajas, ni moteros, ni flores, ni agasajos sino el descenso puro y duro al metro, el penoso arrastre de la maleta escaleras arriba en la estación de Valdeacederas y, ya en mi casa, la basura de tres días esperándome como responsable que soy de los residuos comunitarios.
Qué corriente resulta la vida corriente cuando eres la que eres y no la que otros han inventado que eres.
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