
Barcelona, un viernes de diciembre, exterior, noche. Camino meditabundo, dejando atrás una serie interminable de portales palaciegos y tentadores locales, doblando una y otra vez cada enorme chaflán. Las reflexiones van crujiendo cabeza adentro. Hay gente que piensa mucho cuando está sola en el coche. Yo, como no sé conducir, cuando más me recuezo es cuando camino a mi aire. También hablo (y en voz alta) aunque vaya solo: pasear solo es para mí una gran ocasión para los diálogos productivos. En la ocasión que describo lo que cruje es que acaba el año y todavía no he hecho balance, que empieza un año y todavía no he proyectado.
Así que reflexiono, antes de las cervezas, antes de los bailes, antes de la madrugada. El crujir no tarda en soltar sus migas invisibles, como si el pensamiento fuera una suculenta hogaza de pan de pueblo. El balance que se lee en las migas sobre lo que acaba y lo que empieza es escueto: el 2010 ha sido un año sin más y el 2011 me da miedo. Lo siento, no dispongo de la revista entera para diseccionar los motivos profundos de tan simplona frase. A cambio, puedo decir que durante las navidades, venga a amasar lo pendiente, la intuición y el mero sentido común, el gusano simplón se transformó en una hermosa mariposa y las nuevas migas trajeron la sucinta conclusión: 2011, año de la paciencia, la constancia y los movimientos.
Ah, la paciencia. A falta de una, siete acepciones en el diccionario de la RAE. La primera ya cala hondo, es jugosa, afinada… cruel: capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse. La tercera es pura poesía, como lo es la vida, como lo son las relaciones humanas (la poesía es el género literario que mejor maquilla la crueldad): facultad de saber esperar cuando algo se desea mucho. No conviene olvidar la séptima y última, con resabios barrocos: tolerancia o consentimiento en mengua del honor. Dejemos a un lado las acepciones, la paciencia es mi asignatura improrrogable para este año. Deseadme suerte (y sed pacientes conmigo).
Y qué decir de la constancia, oh maravilla de las maravillas. La constancia son dos cosas sin desperdicio alguno: una calle de Madrid y firmeza y perseverancia del ánimo en las resoluciones y en los propósitos. No la tenía yo en principio incluida en mi proyecto, pero me fue convenientemente apuntada y me viene la mar de bien para este año. Va de la manita con su amiga la paciencia, es muy mona y más maja.

Y por fin los movimientos. Se mueven las olas, se mueven los planetas, se mueven las frutas cuando caen y los coches (en los que la gente sola va pensando y saboreando miguitas crujientes e invisibles) cuando la gente sola y acompañada los conduce. Se mueve el mundo porque nosotros lo movemos. Se mueve el río en el que no podemos bañarnos dos veces. Dos advertencias. La primera es que “movimiento” tiene catorce acepciones en el diccionario y la segunda es que los movimientos ya han empezado.