Estado propio, estructuras de Estado, independencia, federalismo, ampliar la autonomía… Bienvenidos a la sopa que se está cociendo en Cataluña. ¿Hacia dónde iremos? Hoy no me preocupa el resultado, sí la oportunidad para tomar conciencia de qué queremos y cómo se desarrolla la acción. Cualquier deseo de reformular los vínculos es saludable, cualquier objetivo será legítimo. Y es que, después de un 11-S histórico que desembocó en unas elecciones, tenemos encima de la mesa un caleidoscopio de matices, de sensibilidades y de opiniones que hay que acoger y saber transmitir cordialmente. Lejos de empuñar la bandera del conflicto, Cataluña debe estar serena y entablar un diálogo adulto con España, sin rencores ni subordinaciones, según decida la voluntad del pueblo.
Y me levanto cada día y me tomo un café y me sienta mal. Leo en la prensa acusaciones flagrantes, escucho en la radio declaraciones incendiarias. El menosprecio es usado impunemente para desacreditar al vecino y arañar un puñado de seguidores. Un día, otro día. ¡Basta ya, señores gestores del pueblo, de tanta violencia verbal!
Delante de la divergencia, del conflicto o del anhelo de cambio, el insulto es altamente peligroso: nublará la mente y generará profundos rechazos. Me pregunto: ¿cómo hacer crecer la propia identidad sin que esto sea un desprecio? ¿Cómo ser nosotros mismos y entender que el otro puede leerlo de forma totalmente contraria? Interrogarse sobre la propia voluntad de ser, es algo intrínseco y necesario en la entidad humana, en las relaciones de pareja, en el bloque de vecinos o en un grupo de amigos. Las relaciones deben ser de calidad, deben nutrirse, pero si se agotan y no se regeneran provocan resentimiento y malestar. Hablar y no escuchar, acusar, decir medias verdades, practicar la rumorología… son herramientas peligrosas que se utilizan a diario mientras sigo sorbiendo el café.
Delante del miedo, serenidad y firmeza. Gandhi hizo malabarismos exquisitos, sin renunciar a lo que era y sin dejar de dar la mano al adversario. “Mi yo incluye tu tú y hacemos un nosotros que no disuelva la profundidad del tú y del yo”. Si nosotros incluye negar tu yo o tu tú, vamos mal.
A menudo he oído hablar de la importancia de la gestión del cambio en las organizaciones. La pereza y la reticencia al cambio son humanas. Cuando se manifiesta la posibilidad de un nuevo paradigma en nuestras vidas tendemos a resistirnos, a menudo porque nos cuesta entender y reaccionamos con agresividad, incomprensión y negatividad.
Los primeros pasos para gestionar un cambio son tomar conciencia de tal necesidad y posteriormente transmitirla a las personas afectadas con diligencia. Porque el cambio lo tengo que hacer yo, pero también lo tiene que aceptar el otro. Existen cambios donde solamente hay un actor, son unilaterales. Pero en este caso existen dos protagonistas, esto implica que una parte debe entender por qué la otra quiere cambiar y por qué no son felices juntas.
Se espera diálogo y comprensión, pero si esto no es posible y se siembra destrucción mediante violencia verbal, uno debe autorrespetarse y luchar por la propia realidad. El símil de la pareja es altamente extrapolable: si uno de los dos sujetos en cualquier momento decide no continuar porque se siente asfixiado, se entrará en un territorio de incertidumbre, se alterará el statu quo, habrá confusión. Será fantástico poder hablar desde la serenidad, pero será fatídico cerrar puertas y recurrir a los insultos.
Yo estuve. La sociedad del 11 de septiembre de 2012 era festiva, familiar, era una celebración colectiva. El objetivo no era ir en contra de España, sino a favor de la autoafirmación. Es sano reconocer la singularidad de un pueblo. Es cierto también que es enfermizo sacar demasiado pecho y acabar yendo en contra del otro. Los estereotipos son frivolidades que provocan extremismos.
Ser corresponsable en estos momentos es algo imprescindible y nuestros políticos tristemente se están cargando toda posibilidad de entendimiento. Se prefiere conspirar y encontrar problemas antes que apostar por soluciones ecuánimes y bilaterales. Me preocupa que la mente de muchos catalanes y catalanas se deje acosar por el miedo y quede paralizada ante la reflexión y el paso firme. A veces el miedo nos ayuda a ser prudentes. A veces el miedo se perpetúa, se convierte en tóxico y nos daña la salud. Y cada día nos llegan pequeñas cápsulas tóxicas de miedo en forma de titulares deformados que poco a poco minan la esperanza de una sociedad inconformista pero permeable. Lamentablemente en muchas organizaciones se usa el miedo como herramienta para controlar a los trabajadores. Afortunadamente es un sistema sin futuro, ya que anula talentos y creatividades y provoca fracturas difíciles de curar. No sé si la energía de ese millón y medio de personas que salió a la calle reivindicando la propia identidad pesará más que el desgaste de la violencia verbal presente en muchas páginas de diarios. ¿Algún día habrá sitio para el perdón?
Siempre pensé que en democracia primero eran las personas y después las leyes. “El pueblo tiene el poder”. Me pregunto cómo es posible vetar la posibilidad de consultar al poderoso (el pueblo) qué quiere ser cuando sea mayor. ¿Quizá porqué en democracia el pueblo no es poderoso? ¿O bien porqué al pueblo le importa un comino su porvenir?
En cualquier caso, el derecho a decidir es un derecho fundamental ligado a cualquier etapa de la vida. Un derecho indestructible. Un derecho escrito en el ADN de la condición humana. Y ningún documento, ningún acorde ajeno, ninguna amenaza nacional, transnacional o internacional, debería poderlo quebrantar. La no violencia tiene que ser la antesala de cualquier transición nacional. Ergo pido paz y perspectiva, para poder hablar durante horas, días, años. Para proyectar un futuro simbiótico, para recordar un pasado lleno de encuentros y desencuentros, para aprender de lo vivido y soñar con lo esperado.
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