
El 10 de abril los peruanos elegiremos a nuestro próximo presidente de la república, aunque el ganador se definirá en segunda vuelta, ya que ningún aspirante tiene más del 50% de las preferencias electorales.
Esta campaña ha tenido de todo para todos: once candidatos que han lanzado cientos de promesas con las que, tranquilamente, podría identificarse cualquier elector. Pese a la oferta, las preferencias se concentran en cinco candidatos, todos ellos personajes conocidos por sus avatares políticos en los últimos años.
El primero en las encuestas es Alejandro Toledo Manrique, recordado por encabezar la marcha de los Cuatro Suyos que terminó con las aspiraciones dictatoriales de Alberto Fujimori. Su osadía le valió la presidencia en el año 2001. El segundo lugar lo tiene Keiko Fujimori Higuchi, la primera dama más joven del Perú en el gobierno de su padre.
Tercero aparece Luis Castañeda Lossio, exalcalde de Lima hasta el 2010, durante dos periodos consecutivos. Cuarto figura Ollanta Humala Tasso, recordado por su ardiente nacionalismo que lo vinculaba al presidente venezolano Hugo Chávez en las elecciones de 2006. En el quinto lugar encontramos a Pedro Pablo Kuczynski, ex ministro de Economía de Toledo, más conocido como “el gringo PPK” por su segunda nacionalidad estadounidense.

Los otros seis candidatos no tienen posibilidades de ganar, salvo algunas simpatías de momento por sus variopintas recetas para hacer del país una potencia mundial, demostrando que cualquiera puede ser presidente en el Perú. De estos seis, dos parecen tener buenas intenciones, pero no cuentan con la personalidad ni los recursos publicitarios para hacerse de los votos necesarios.
Toledo, Castañeda, Kuczynski y Fujimori no representan un mayor cambio con respecto a lo que hizo el presidente actual, Alan García: ofrecer la panacea a los inversionistas extranjeros para la explotación de minerales, gas y petróleo sin medir el impacto ambiental ni cultural que eso puede generar. Mientras que Humala aparenta ponerle un alto a esta situación, pero sin la misma determinación que hace cinco años.
He tenido la oportunidad de votar en dos elecciones presidenciales. En el 2001, lo hice por Toledo, cuyo contendor fue Alan García, quien había llegado hacía poco luego de un largo exilio por el desastroso gobierno que tuvo en el periodo 1985-1990, el cual provocó la peor crisis económica y el apogeo del terrorismo.
En esa votación la elección fue fácil. Toledo había encabezado la lucha contra el gobierno corrupto de Fujimori y, además, el pueblo se identificaba con él porque se había hecho desde la adversidad. Alan García significaba, por sus antecedentes, simplemente la peor decisión, la pesadilla de volver a vivir un terrible pasado.
En el 2006 la coyuntura fue distinta. García y Humala se disputaban la presidencia y la preferencia por ambos estaba casi empatada. Voté por García, ya que el patrocinio del presidente venezolano a la candidatura de Humala era notorio. Pudo más mi temor a un nacionalismo radical que a García diciendo que esta vez se reivindicaría. Por esa época, el escritor Mario Vargas Llosa dijo que ambos candidatos eran tan malos que votar por uno de ellos era como escoger “entre el cáncer y el sida”. Basada en esa reflexión opté por el mal menor.
En la elección de este año los candidatos también cargan con su pasado. Toledo no cometió los errores garrafales de García, pero su índice de aceptación presidencial llegó hasta un 8% por los sonados casos de corrupción de sus copartidarios y, sobre todo, de sus familiares. No cumplió con la mayoría de sus promesas y se dedicó a ofertar nuestros recursos con la finalidad de mejorar la economía del país, la cual no remedió la pobreza. En su gobierno las brechas sociales crecieron.
Imposible desvincular a Kuczynski de los desaciertos del gobierno de Toledo, ya que fue su ministro de Economía y premier. PPK ahora goza en las redes sociales de la simpatía de los jóvenes, que creen que él hará el “gran cambio”. Lo que olvidan muchos de los simpatizantes del “gringo” es su trayectoria como lobbista, asesor de varias transnacionales del consorcio que hoy explota Camisea, la más importante fuente de gas natural en Perú y América Latina. Siendo ministro facilitó contratos que perjudicaron los intereses nacionales y por los que ahora nuestro país solo recibe la “solidaridad” de estas empresas en proyectos de desarrollo cuya inversión no tiene comparación con las multimillonarias ganancias que se llevan por explotar nuestros recursos.
De Keiko Fujimori ni hablar. Su desempeño como congresista no tiene ningún mérito. Lo que diga o haga importa muy poco, la gente no ve en ella a la futura presidenta sino a su padre, quien, pese a todo lo malo que hizo junto a su asesor Vladimiro Montesinos, acabó a la fuerza con el terrorismo, construyó carreteras y dio servicios básicos a las poblaciones más olvidadas. Allí radica el gran número de votos de la señora Fujimori; en los “agradecidos”. Pero el fujimorismo no solo es un señor que está purgando condena por sus múltiples delitos sino mucha gente maquiavélica a la que solo le interesa beneficiarse del poder.

El exalcalde de Lima, Luis Castañeda, se dedicó en su último mandato a erradicar la simpatía que había ganado y que hizo inminente su reelección. Se develaron casos de corrupción que, según él, fueron cometidos por sus subordinados y a sus espaldas. Últimamente, se le critica por haber echado mano de la Organización Internacional de Migraciones (OIM) para fiscalizar las obras que ejecutó con el fin de eludir a la Contraloría de la Nación, además de haber inflado considerablemente el presupuesto del Metropolitano, el primer sistema de buses articulados que une el norte con el sur de Lima.
Ollanta Humala se ha blanqueado, literalmente hablando. En el 2006 se lucía en todas partes con su polo rojo radical. Ahora viste de blanco y su discurso es moderado por recomendación de sus asesores de imagen brasileños. De Humala es imposible olvidar a los congresistas que lograron una curul por su partido en 2006; protagonistas de los más vergonzosos escándalos, ligados al narcotráfico, corrupción y otras denuncias por delitos y faltas graves. Además, me intriga su cercanía al ex presidente de Brasil, Luiz Inácio “Lula” da Silva, que favorecería los intereses de ese país en energía eléctrica, depredando la selva virgen y a todas las comunidades nativas que la habitan. El diario El País publicó un reportaje al respecto titulada Mucha presa para la amazonía, el 2 de febrero.
Con este panorama, he decidido no optar por el mal menor. Esta vez quiero tener el valor de sobrepasar mis temores y, sobre todo, respetar mi derecho a elegir libremente, aunque no tenga a quién.