Incógnitas pascuales

quepunto1-5.jpgCada semana santa se celebra en el monasterio marista de Les Avellanes una Pascua joven a la que uno sabe cómo llega, pero de la que no imagina cómo saldrá. La Pascua nos remueve por dentro y nos motiva a actuar. Este año todo el grupo hemos podido estar allí en algún momento, cada uno con su vida en la mochila, y de la vivencia al lado del Cristo resucitado hemos extraído inquietudes e interrogantes. Todo lo hemos plasmado en un papel y es él quién nos retrata.

La Pascua nos hace ponernos en duda a nosotros mismos. Quizá sea al ver ejemplos de radicalidad ante nuestras narices cuando coincidimos con una comunidad de laicos y religiosos orientada a la educación y la compañía de los más pobres. Alguien del grupo pregunta: “¿Podríamos vivir nosotros en 42 metros cuadrados con otros seis hermanos como la comunidad que hemos conocido?”. Suena superficial, pero la cuestión nos retrata: ¿De cuántas de nuestras comodidades estamos dispuestos a prescindir para estar al lado del pobre, la prostituta y el emigrado?

Nos planteamos igualmente nuestra persona, puede que porque nos reservemos lo más auténtico de cada cual para otras ocasiones, puede que porque aún no lo hayamos mostrado: “¿Seré el bufón con nariz de payaso que se intenta engañar escondiendo las lágrimas de su interior?”. En construcción aún, nos sentimos inestables e incompletos, nos cuesta ver nuestro mundo claro y a veces no sabemos ni por qué apostamos (“¿Qué hago ahora con mi vida?”). Ya sea a causa de la radicalidad o la autenticidad con las que chocamos, seguramente dudamos porque nos notamos pequeños ante el modelo cristiano.

Somos jóvenes y, por lo tanto, incoherentes y soñadores a partes iguales. Llegados de Les Avellanes nos interrogamos sobre aquello a lo que nos sentimos llamados, si es que lo hemos descubierto ya, pero también sobre el grupo mismo del que formamos parte: “¿Cuál es mi papel en el grupo? ¿Somos sólo un grupo de amigos o hay algo más? ¿Puede ser que alguien venga al grupo a “reventarse” de la rutina diaria?”. Nos queremos como hermanos, pero nos inquieta sospechar que no nos cuidamos lo suficiente. Fechas como la Semana Santa nos lo descubren.

Algunos cuentan con los dedos de las dos manos las pascuas vividas ya, pero no por ello la llegamos a comprender. Nos sorprende lo increíble del Evangelio, lo que parece irreal. La fortaleza de María, por ejemplo, al ver cómo matan al hijo. De tales referentes sacamos la fuerza, pero cuando nos comparamos con ellos nos vemos limitadísimos.

Alborotados, protestamos por el lenguaje usado (“¿Por qué seguir manteniendo palabras como misericordia, penitencia o resurrección?”) y nos sorprendemos sintiendo rabia por el mosén, rebasado su ritmo cansino en los sermones por nuestra vitalidad desbocada, ávida por consumir emociones pascuales. La forma también nos importa.

Es curioso. También algunos han sentido que se dejaban llevar por la euforia de la resurrección sin sentirla brotar de verdad. El “siempre se ha hecho así” sin ningún porqué ha tomado forma de locura y se plantean si realmente algo ha resucitado en su interior. Es incómodo percibir la artificialidad en la propia alegría, más aún cuando se trata de la fe de cada uno. Hay también quien no sabe gestionar la euforia ajena estando él mismo hundido emocionalmente, igualmente duro.

Pascua es vida, y por ello da cabida a todo tipo de reacciones a las situaciones que se nos plantean. También las más racionales cuando intentamos descifrarla: “¿Estamos haciendo una lectura literal de la Biblia o trabajamos sobre símbolos creados que intentamos interiorizar?”.

quepunto2-3.jpgNos cuestionamos acerca de nuestras propias barreras mentales cuando descubrimos que lo que deseamos hacer con nuestra vida no se refleja en la cotidianidad. Tememos que todos estos buenos ideales se reduzcan a meros propósitos, a pancartas pro-pobres y pro-causas perdidas en nuestra frente, pero el partido que jugamos es el de los conservadores: “¿Estamos acomodados?”, “¿Me dispongo de verdad a cambiarme a mi mismo para cambiar el mundo?”, “¿Soy coherente con mis valores?”. El hecho de que lo preguntemos señala la respuesta. Y eso nos apena.

La tormenta es tal que hasta ponemos en duda nuestro interior (“¿Es mi vida un cúmulo de tiritas pegadas a mi piel que intentan tapar lo que me sale de dentro?”) y nuestros sentimientos (“¿Soy un egoísta?”). Puede que sea porque percibamos como lejano el modelo al que seguimos. Por lo menos nadie busca excusas: las barreras nos las ponemos nosotros.

“¿Qué tendrá la Pascua que te metamorfosea?”. Personas, emociones, teorías, conversaciones, gestos, valor para seguir la lucha… Infinitos elementos. Pasamos revista a lo vivido sin lograr verbalizarlo. Probablemente sea imposible.

El intento de explicar también da lugar a cuestiones sociológicas. No sabemos qué tendrá, pero la Pascua de Les Avellanes atrae cada año a docenas de jóvenes para velar una cruz o rezar colectivamente, de la misma manera que desconocemos por qué hay quien viene una vez y no vuelve jamás. ¿Cuestión de gustos?

Nos proyectamos también cuando descubrimos nuestra realidad, alejada de la que desearíamos, y nos describimos como burgueses. Vemos que preferimos decorar nuestra experiencia mística con música de primera división, performances curradas y la compañía de todos los amigos mientras los auténticos radicales se pelan los cojones trabajando al lado de los pobres.

Aquí está el meollo. Esto te abre los ojos al mundo pero también te pone un espejo delante. Hay quien se sentía vacío al llegar y se dio cuenta de que aún podía vaciarse más. Otros han localizado hace tiempo el tuétano del misterio y sólo se plantean cómo hacer suyo el camino marcado por Jesús. También existen los preocupados por si tendrán la valentía para seguir el camino: saben qué deben hacer pero no consiguen esquivar el poder de la agenda y de lo establecido.

No es nada sencillo ser coherentes.

quepunto3-4.jpgSin embargo, tenemos dentro un sentimiento de privilegio en tanto que capaces de gozar la celebración (“¿Todo el mundo tiene cabida en la Pascua?”) y estamos sumamente agradecidos por lo vivido (“¿Por qué me sentí tan bien?”).

Algo hierve en nuestro interior, individualmente y como grupo, pero desconocemos cómo canalizarlo. Entendemos la necesidad del cuidado interior y de la experiencia de fe pero nos irrita no ver resultados tangibles a tantos ideales. Quizá seamos también víctimas de lo inmediato y queramos arreglarnos nosotros y de paso al mundo desde ya. Pero ¿cómo hacerlo si ni tan solo logramos entendernos a nosotros mismos?

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