Hace poco, hojeando un texto sobre motivación, di con una idea que no es nueva pero que, al leerla detenidamente, me hizo pensar en sus implicaciones. Os cuento: asegura que todas las personas tenemos una tendencia natural a creer que nuestros actos son siempre coherentes con nuestra forma de pensar y necesitamos convencer de ello a los demás y a nosotros mismos.
Es una afirmación reveladora. Y con un matiz muy interesante, porque no evalúa la coherencia de nuestros actos en comparación con nuestra forma de pensar. Su interés radica en afirmar que siempre hay una necesidad de sentir que somos totalmente coherentes (y convencer de ello a los demás), incluso cuando lo que hacemos va en contra de lo que creemos.
El texto continuaba diciendo que, cuando hay alguna contradicción entre lo que se piensa y lo que se hace, empleamos de manera inconsciente algún mecanismo para reequilibrar la situación. A veces se opta por cambiar la creencia original o bien por cambiar la conducta. Sin embargo, la más común de todas es fabricarse una excusa (y creérsela aunque sea disparatada) que nos permita mantener la conducta incoherente sin tener que cambiar nada y así poder seguir “tan panchos”.
Ahondando un poco, no tardaremos en encontrar (y encontrarnos) actitudes de este tipo: el que se dice ecologista pero usa el coche a diario, el fumador que se convence de que no hace nada perjudicial para su salud… Y me vino a la cabeza una frase del biblista irlandés J. D. Crossan: “En un mundo como éste al cristiano casi no le queda más que esta doble salida: o la traición al Evangelio o el martirio”, haciendo referencia a la suerte que correrían muchos cristianos si fueran (fuéramos) fieles de verdad al Evangelio. Es imposible no hacerse muchas preguntas: ¿acaba toda mi responsabilidad social al apadrinar un niño?, ¿por qué ni miro a tanta gente tirada en el suelo cuando voy por el centro?, ¿de verdad quiero al prójimo más que a mí mismo? La mayoría de nuestras actitudes en estos temas no son coherentes con las creencias que tenemos como cristianos así que, como decíamos, nos generamos una lista de excusas que es igual de larga que la de las preguntas. No hay peor ciego que el que no quiere ver.
Pero ya no se puede pensar tranquilo ni en el metro, porque hasta esas profundidades ha llegado la publicidad de la próxima Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) en Madrid. Enlazando esta JMJ con la coherencia entre creencias y actos, a cualquiera con un mínimo conocimiento y experiencia de Evangelio le surgirán preguntas y críticas al multitudinario encuentro. Es fácil imaginarse las respuestas de los responsables de la organización, mostrando su cara más amable (real o fingida, no se sabe) y evitando, sin que sirva de precedente, la demagógica asociación entre crítica y falta de amor a la Iglesia. Con todos los esfuerzos puestos en exaltar las vivencias gratificantes de un encuentro entre creyentes (participar voluntariamente en la preparación, conocer gente de diferentes países, compartir experiencias y oración…), muchas de las respuestas resultan creíbles y animan a mucha gente a sumarse a las jornadas. Eso sí, registrándose y pagando cuanto antes para estar más cerca del papa, como anuncia la web oficial.
Sin embargo, este disfraz tan bien preparado no es más que publicidad. La de siempre, la que nos hace ver imprescindible un perfume de 100 € para gustar a los demás y la que nos convence de necesitar un iPhone nuevo cada año. La única diferencia es que en este caso el producto que nos quieren colocar es la JMJ y su objetivo principal es desviar las preguntas clave y no responderlas: ¿qué Iglesia es la que necesita unas macro-jornadas?, ¿estaría Jesús dispuesto a aceptar dinero de El Corte Inglés o el Banco Santander para hacer algo similar?, ¿qué tipo de apóstol se quiere reunir con dos millones de jóvenes; tantos que estos sólo podrán escucharle pero no hablarle, preguntarle, criticarle o abrazarle? Merece la pena reflexionar un poco sobre estas preguntas (y otras muchas que se le ocurran a cada uno) porque estamos ante una encrucijada importante. Tenemos que optar por permitir la gran incoherencia que supone esta Jornada Mundial de la Juventud tal como se plantea (una demostración de fuerza y poder y una idolatría desmedida al papa, obispos y ritos), o bien practicar sinceramente la coherencia de nuestros actos con el Evangelio