Estaba pensando en dos historias a priori muy diferentes pero con un nexo común. La primera de ellas, sacada del libro del Éxodo, describe las penurias que pasó el pueblo de Israel para encontrar agua y comida durante sus 40 años de travesía por el desierto (Ex 16, 14-31). Viendo a su pueblo pasarlo mal, Yahvé decidió enviar cada día el ya famoso maná para que no faltara alimento a nadie. Pero también puso sus condiciones. La cantidad diaria a coger sería una medida exacta, igual para todos y, además, nadie podía guardar nada para el día siguiente. Como es de suponer, algunos israelitas incumplieron ambas normas, cargando más maná del que les correspondía cada día o bien guardando parte de su ración para otro día, preocupados por si la bondad de su Dios se acababa de repente. Pero Yahvé ya había previsto el desfalco y todo el maná cogido de más o guardado hasta el día siguiente se pudría, para desgracia de sus dueños.
La segunda historia se sitúa en Lublin (Polonia) en el siglo XVIII, cuando la ciudad sufrió un incendio. En una actitud relativamente común según el siglo, un buen grupo de personas decidió que, en vez de colaborar en la extinción del fuego, sería mejor hacer una procesión y pasear por la ciudad un relicario con un trozo de la Santa Cruz. Con esto, la ciudad se salvaría milagrosamente.
Estos dos ejemplos lejanos e incluso un poco raros, ejemplifican buena parte de la realidad del cristianismo hoy en día. El creyente de a pie, con una buena dosis de autosuficiencia, a menudo sólo parece confiar en lo tangible, en aquello que él personalmente puede hacer y esforzarse para lograr un mundo mejor y más justo. Como réplica, desde muchas tribunas se predica con fervor la fe del carbonero, sumisa y sin fundamento, y se aconseja apagar los incendios asperjando (versión pía de espulverizar) unas gotas de agua bendita.
Confiar o no confiar (en Dios), he aquí la cuestión. Al menos eso debió de pensar Jesús cuando sus discípulos, que no conocían la ortodoxia del judaísmo (ni falta que les hacía), le preguntaron cómo dirigirse al Padre al rezar. Él les respondió con la oración que hoy llamamos Padrenuestro, y en una clara alusión a la trama corrupta del “Caso Maná”, incluyó una frase que dice “danos hoy nuestro pan de cada día”. Es decir, quería que tuvieran una confianza plena en el Padre, en que les iba a cuidar cada día. Pero no una confianza boba o vaga, dejando pasar la vida. Quería que se deslomaran por ese Reino que les predicaba y que enamoraba a todos pero que a la vez se sintieran como esos lirios del campo, que no hilan, o los pájaros, que no cosechan, pero a los que nunca falta de nada.
Quizá ésta sea una de nuestras asignaturas pendientes. Sentir que no somos meros trabajadores de una cadena de producción que cobran por pieza. Saber que a veces puede salir todo mal y que no pasa nada. No pasa nada si de verdad creemos que el Reino se construye más (y mejor) con entrega y amor que con resultados palpables y éxitos en número.
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