El actual modelo de producción, distribución y consumo de alimentos en el mundo es altamente insostenible, provoca una gran presión sobre los recursos del planeta, genera el 30% de los gases de efecto invernadero que causan el cambio climático y sitúa a las personas más pobres en una situación de gran vulnerabilidad.

El 49% del uso de la superficie terrestre está relacionado con actividades de producción de alimentos para nutrir a una población mundial que ha crecido un 150% en los últimos 60 años y que continúa haciéndolo de forma exponencial. Según Naciones Unidas alcanzaremos los 9.000 millones de personas en 2050. Para hacer frente al crecimiento demográfico, se han introducido “variedades mejoradas” de plantas, fertilizantes, maquinaria y sistemas de riego que han permitido aumentar la productividad de los alimentos, pero no acabar con el hambre. Mientras 2.000 millones de personas sufren sobrepeso u obesidad, 821 millones viven con desnutrición crónica. Se ha instaurado en el mundo un modelo de producción de alimentos altamente insostenible que es responsable del injusto reparto de los alimentos y también del deterioro del planeta en aspectos como la desaparición del 75% de la diversidad de cultivos, el 30% de las emisiones de gases de efecto invernadero, el uso del 70% del agua dulce disponible, la contaminación por la utilización abusiva de abonos químicos y pesticidas, gran parte de la deforestación o de la erosión de un tercio de las tierras cultivables causada por el monocultivo. Los ecosistemas marinos también sufren las consecuencias de este modelo con un 33% de especies sobreexplotadas, la contaminación de plásticos o la acidificación de las aguas.
Límites y efectos
Uno de los aspectos más perversos del modelo productivo actual es haber convertido los alimentos en una mercancía sobre la que se especula, olvidando que la alimentación es uno de los derechos humanos fundamentales de las personas. Actualmente solo unos pocos estados y unas cuantas corporaciones trasnacionales controlan el agronegocio mundial y disponen de un gran poder en la fluctuación de los precios de los alimentos. Por ejemplo, el 75% del mercado de semillas está controlado por solo 10 grandes corporaciones trasnacionales. En esta situación, los pequeños agricultores resultan excluidos del sistema ante la incapacidad de competir en los mercados globales. También se provoca gran vulnerabilidad en los países empobrecidos, cuyas poblaciones están permanentemente expuestas y sin protección frente a los vaivenes de los mercados. En paralelo, sus gobiernos buscan una salida permitiendo que buena parte de sus mejores tierras, las más fértiles y cercanas a fuentes de agua, sean vendidas en los mercados internacionales a empresas extranjeras y otros estados. Según la organización GRAIN, entre 2006 y 2016 se vendieron más de 30 millones de hectáreas en 78 países diferentes.
Las pérdidas y el desperdicio de alimentos es otro aspecto que hay que tener en cuenta. Cada año, 1.300 millones de toneladas de alimentos acaban en la basura, lo que representa aproximadamente un tercio de la producción total. Este desperdicio alimentario es responsable, por sí solo, de la emisión del 10% de los gases que provocan el cambio climático. Mientras los países en desarrollo tienen pérdidas en el proceso de producción, almacenaje y transporte de alimentos, en los países desarrollados el desperdicio se concentra en la distribución y el consumo de alimentos. En España, de los 8 millones de toneladas que se desperdician anualmente, casi el 50% ocurre en el ámbito doméstico. Cabría recordar la cita del papa Francisco en el número 50 de la encíclica Laudato Si: “El alimento que se desecha es como si se robara de la mesa del pobre”.
Nuevos hábitos alimentarios como el aumento de la demanda de productos cárnicos, lácteos e industriales en países desarrollados o emergentes como China o India están teniendo fuertes impactos sociales y ambientales. Según la FAO, en 1964 el consumo de carne por persona y año en los países desarrollados era de 60 kilos, mientras que actualmente es de 95,7 kilos y se calcula que será de 100 kilos en 2030, muy por encima de la ingesta de proteínas recomendada. El problema es que la producción de carne, especialmente vacuna, es altamente insostenible. El 38% de la superficie agrícola se usa para producir pienso animal y además el ganado vacuno produce grandes cantidades de metano, un gas de efecto invernadero 20 veces más contaminante que el CO2.
El hábito de consumir alimentos provenientes de cualquier parte del mundo y en cualquier época del año, conlleva la destrucción de los tejidos locales de producción de alimentos a favor de los grandes distribuidores alimentarios del mercado global. Además, contribuye a las emisiones de gases de efecto invernadero ocasionadas por el continuo transporte de los alimentos.
Llamada a la acción
Desde la campaña “Si Cuidas el Planeta, Combates la Pobreza”, invitan a no quedarse solo en los datos y combatir la pobreza a través de acciones transformadoras concretas. A nivel personal podemos optar por disminuir el consumo de carne y lácteos a favor de alimentos de origen vegetal que son la base de una dieta saludable con menor huella ambiental. Si además escogemos productos estacionales y de proximidad, apoyamos a los pequeños agricultores de la región. Evitar, siempre que sea posible, productos procesados y envasados en plástico. Para desperdiciar menos es conveniente gestionar mejor el frigorífico, hacer listas de compra y vigilar las fechas de caducidad y consumo preferente.
A nivel social es interesante unirse a un grupo de consumo para comprar directamente al agricultor o al productor con un precio justo acordado por las partes. También organizarse con otras personas para hacer presión social e incidencia política por una alimentación sana y sostenible. Todas estas sugerencias y otras muchas pueden encontrarse en la página web de la plataforma Enlázate por la Justica: https://www.enlazateporlajusticia.org/