Desde que tenía 35 años la llaman Mukéchuru, vieja. Un colega empezó a llamarla así, en señal de respeto. Y desde entonces la llaman anciana, lo que quiere decir que la consideran una mujer de respeto, que tiene mucho que decir en la sociedad africana. El próximo año se jubilará, después de una larga y productiva carrera: los 28 últimos años los habrá dedicado a dirigir el centro de nutrición del centro médico social público de Bilyogo, un barrio marginal de Kigali. Ella ha sido una de las palomas de Kwa Nyiranuma, la casa de la Paloma, que es el nombre con que se conoce el centro entre los ruandeses, especializado en enfermedades de transmisión sexual.
¿Qué tiene de especial este trabajo?
Cuando llegué a Bilyogo, después de la situación en que vivía, todo me alivió. Yo me sentía mimada, privilegiada por tener un sueldo y poder mantener bien a mis seis niños, que habían sufrido malnutrición. Ahora tenía un sueldo para ocuparme de ellos, y también me ocupaba de los otros niños, de sus madres. Cuando llegué a Kwa Nyiranuma sentí que tenía suerte porque, como muchas mujeres, muchas veces me había sentido miserable (¿qué voy a hacer? ¿cómo voy a conseguir comida para los niños?¿cómo voy a salir adelante?). Cuando llegué no había tomado la voz, allí me descargué. Me dio la vida. Yo no podía pensar nunca más que era una persona desgraciada. Me sentía una mujer con suerte.
¿Qué hacías antes de llegar a Kwa Nyiranuma?
Había trabajado en el Ministerio de Asuntos Sociales, en un centro de formación sobre nutrición al norte del país, en la compañía de electricidad. Mis padres eran pobres y tuve que dejar de estudiar pronto para ayudarles. Me casé muy joven, con 21 años. Mi madre siempre me decía que iba a morir sin conocer a sus nietos, así que me casé y enseguida nació el mayor. Cuando mi marido empezó a abandonarnos estaba embarazada del segundo. Tuve una mala vida, con muchas dificultades, mi marido tenía muchas mujeres y no se ocupaba de la familia. Tampoco quería que yo trabajara.
¿Cómo salían adelante entonces?
Yo hacía punto por las noches, a escondidas. No podía quedarme sin hacer nada, mis niños tenían que comer. Conseguí un trabajo y mi marido escribió una carta para que me echaran, dijo que yo tenía que estar en casa para cuidar a mis hijos y no dejarlos para salir a trabajar. En ese momento eso era legal; la única opción era poner una denuncia para pedir que me dejaran trabajar, pero pasé tres años en casa porque no me atreví a denunciar. Como no tenía nada para comer y no me atrevía a mendigar, cuando mi marido se marchaba por la noche hacía pequeñas labores de punto, las llevaba a casa de las amigas, que me ayudaban a venderlas, y con eso compraba alubias para alimentar a los niños. Cuando él venía, yo tenía que esconder las labores, porque no quería que yo hiciera nada.
Las amigas hablaron con una mujer, Nyirasafari, que se ocupaba de las mujeres, y le expusieron mi caso. Al final, hicieron todas las alegaciones médicas –porque yo estaba exhausta, desnutrida, enferma por la falta de sueño- y reconocieron legalmente que tenía derecho a trabajar. Nyirasafari me animó a ir a Ruhengeri, al norte del país, a aprender sobre nutrición, y después me dio también una oportunidad para ir a Camerún a hacer una formación más avanzada. Cuando llegué a Kigali a sacar el pasaporte y hacer los trámites, me encontré con que mi marido había sufrido un asalto en su casa y había quedado herido, tenía una fractura abierta en la pierna y llevaba allí varios días sin poder moverse. Tuve que hacer una maniobra de socorrismo y llevarlo al hospital. Después de tres días, descubrieron que tenía gangrena y tuvieron que cortarle la pierna. Decidí quedarme con él. Los niños estaban en Ruhengeri bien cuidados.
Mi marido había cambiado de trabajo, era muy indisciplinado y le echaron de su trabajo en Correos por perder los envíos. Después empezó a trabajar en el Ministerio de Asuntos Exteriores y también le iba mal. Fui a pedir perdón por él, pero también a pedir que tuvieran piedad por su situación y le dieron una indemnización. Tan pronto como pudo se fue al extranjero. No sabíamos nada de él, no escribía ni llamaba.
Cuando volvió, los niños querían ir a ver a su padre, yo pensé que quizá hubiera cambiado y merecía una oportunidad, ya que estaba enfermo. Mis hijos fueron a verlo y decidimos que teníamos que optar por la vida. Vinimos a Kigali, alquilamos una pequeña casa, después varios amigos nos ayudaron a construir una casa más grande.
Durante la guerra, como veía que mis hijos estaban en peligro, los llevé a Ruhengeri para que estuvieran más seguros. Los niños se portaron muy bien durante la guerra, se organizaban en casa, muy responsables, cada uno tenía sus tareas y cumplían bien, ayudándose unos a otros. Mi hijo mayor aprendió a conducir y los llevó al Congo cuando se vio que tampoco tenían seguridad en el norte.
¿No estuviste con ellos?
Yo me quedé en Kigali y por suerte todos regresaron bien. Nos ayudaron personas, instituciones, pero yo continuaba trabajando porque en el Centro de Salud hacía mucha falta. Yo quería continuar en Bilyogo, allí veía que era útil, que podía ayudar, que era necesaria.
¿Y después de la guerra?
Mi marido estaba muy enfermo, y todos nos organizamos para ayudarle. Lo trajimos del Congo, lo cuidamos durante las últimas semanas. Cambió mucho al final. Cocinábamos, nos turnábamos para llevarle la comida al hospital. Mi hijo mayor llevaba la comida al hospital a mediodía, yo la llevaba por la noche. Cada vez que llegábamos al hospital nos preguntaba qué traíamos y siempre hacía gestos de alegría. Las últimas semanas pidió perdón por todo lo que había hecho, a mí y a los niños. “¡Perdonadme, perdonadme!” Yo le dije “te he perdonado desde siempre”. Y pidió perdón a los niños, les habló de Dios. Murió entre nosotros, fue un momento de reconciliación y de alegría. Después, mis hijos me escribieron una carta que decía: “Gracias, porque si tú no fueras nuestra mamá, no habríamos aprendido a perdonar.”
Sois una gran familia.
Sí, tengo seis hijos, todos de mi marido, pero en casa hemos acogido a muchos otros niños en casa: huérfanos de sida, niños que sufrían, que no tenían dónde vivir o que habían perdido a su familia en la guerra. Tenía una casa grande, venían las niñas de mis cuñadas, siempre teníamos en casa en torno a doce niños.
¿En torno a doce? ¿Cómo hacías para mantenerlos?
Sí, compartíamos lo que teníamos. Al principio, cuando tenía mis niños sólo, tomábamos un bol de boullie sin azúcar. Los niños no querían tomarla sin azúcar, así que yo hacía un juego. Yo tomaba primero mi plato, terminaba y decía, ¡yo la primera!, ¡el primero que termine, se pone en la fila detrás de mí! Todos querían ser los primeros de la fila, “¡es mi turno, es mi turno!”, así que comían para estar en el juego. Se lo comían todo y jugábamos enseguida. Un bol de grande de boullie espesa es una buena comida, tiene mucho alimento. Cuando tenía que dejarlos en casa, les miraba y les preguntaba cómo iban a repartirse la comida: “Vamos a ser juiciosos, mamá”. Los niños aprendían a cuidarse unos a otros. Mi hija mayor cuidó al bebé desde que ella tenía cinco años.
¿En qué consiste la función del Centro de Nutrición?
En el centro de nutrición seguimos la evolución de las mujeres embarazadas y los niños. Cuando tienen desnutrición a veces nos dicen que los enviemos al hospital de referencia, pero ya hemos visto que allí no siempre les dan respuesta. Así que seguimos lo que hacíamos aquí: les enseñamos a las familias a cocinar, vienen y preparamos juntos los alimentos; cuando los niños están muy desnutridos hacemos esto para que coman allí, hasta que consiguen recuperarse y llegar al peso adecuado. Según las necesidades sociales, podemos darles alubias a mitad de precio.
¿Es posible alimentarse bien incluso con tan pocos recursos?
Sí, un ejemplo muy importante es la lactancia materna. Aunque la mamá crea que no tiene suficiente leche, le animamos a intentarlo. Hemos tenido muchos éxitos, el bebé llega a mamar casi siempre. Hay muchos factores psicológicos, hablamos con la mamá y ella cada vez es más consciente de que puede hacerlo, pone al bebé al seno, se siente más animada y alimenta al bebé. En realidad, incluso si no has comido puedes alimentar al bebé. Yo tuve esa experiencia, yo no comía y mis niños estaban bien alimentados, aumentaban de peso, se sentían bien. Por la economía no se puede dar leche artificial a los niños, es mejor trabajar con las mamás. Sólo en pocos casos, cuando los bebés son huérfanos de madre, hacen falta otras soluciones. Pero incluso en ese caso puede haber una tía, hasta hemos visto alguna anciana que puede dar de mamar.
Hace unos años había muchos huérfanos a los que alimentabais en el Centro de Nutrición.
Ahora hay menos huérfanos que justo después de la guerra, no sólo porque los efectos de la guerra pasaron, también tiene relación con la llegada de los antirretrovirales para el tratamiento del sida, y ahora los huérfanos son muchos menos. Hay menos huérfanos y ésa es buena noticia.
¿Hay muchos casos de desnutrición en vuestro barrio?
Se ven muchos casos, muchas familias que lo pasan muy mal. Antes había muchas mujeres que hacían pequeño comercio ambulante, pero ahora el sistema del gobierno no les permite estar en la calle vendiendo, les quitan todo. Un ejemplo: un día vino una señora del ayuntamiento con unas cestas, era comida y venían a traérnoslas como donación “para los pobres”. Me acerqué a la camioneta y vi que era comida que le habían requisado a las vendedoras ambulantes. Le dije que no podíamos recibirla. “Es para ayudar a los pobres”. Eran tomates, bananas. Yo le dije: señora, ¿esto es para los pobres que nosotros ayudamos? Si se lo han quitado a los pobres, no lo traiga aquí, aquí no lo vamos a aceptar. Déselo a los pobres a los que se lo ha quitado, que son quienes lo necesitan”. Ahora no se permite que las mujeres vendan verduras o comida en la calle, como antes, o que la gente camine descalza o en chanclas por la ciudad. Les ponen multa, los meten en el calabozo.
¿Qué puede hacer la gente para vivir?
La gente busca pequeños trabajos, obras, se ponen a disposición de un maestro, pero las mujeres solas muchas veces no tienen más remedio que prostituirse, no pueden hacer pequeño comercio, vender algunas cosas como antes. En el fondo, lo que querría el gobierno es que todos estos pobres desaparecieran de la ciudad. Se llevan a las mujeres que van descalzas, que venden verduras en la calle. Sobre todo cuando hay reuniones internacionales. No son gente a la que se permite estar en el escaparate, se los llevan para que no den mala imagen. Sólo les gusta enseñar el barrio de Nyarutarama, el bario rico de Kigali. En mi país es muy complicado ahora.
Cuando miras atrás, ¿qué cosas piensas que has hecho mejor?
Pienso que lo mejor que he hecho en la vida es ayudar a las mujeres a no desanimarse, a preocuparse unas de otras, a organizarse, a trabajar juntas, a emprender pequeños proyectos que pueden hacer en casa –criar pollitos o conejos en casa para vender o para comer, plantar algo para comer… Es muy importante que se sientan útiles y también que decidan, que puedan decidir si quieren vivir en la ciudad, o mejor volver a sus pueblos y poner en práctica lo que han aprendido. La pobreza en la ciudad es más dura. Yo he tratado de sensibilizarlas para que vuelvan a casa cuando no tienen opciones en la ciudad. Allí pueden hacer pequeños cultivos, pequeño comercio. Pero en Kigali muchas veces no tienen opciones. Las mamás que no tienen marido, normalmente, si tienen tres hijos necesitan el apoyo de su familia, y si se ponen enfermas deben recurrir a las asociaciones y servicios de su pueblo. Necesitan a su familia. Y lo que veo siempre es que la vida sigue.
¿Qué vas a hacer cuando te jubiles, finalmente?
Dentro de dos años, cuando me jubile, voy a seguir colaborando con las mamás, sensibilizando, colaborando en la formación, dando oportunidades. También tengo otro proyecto: mi hijo ha comprado un terreno para hacer pequeña ganadería. Seguiré visitando a los enfermos. Conozco bastantes plantas medicinales, cuando he estado enferma, mi enfermedad me ha enseñado, he comprado y leído muchos libros y lo he puesto en la práctica, con eso también puedo ayudar. Siempre hay formas de devolver lo mucho que hemos aprendido, lo que hemos recibido.
belen@alandar.org
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