Joaquín Perea, sacerdote de Bilbao, antiguo profesor del Seminario de Derio y profesor de Teología en Deusto, ha publicado Otra Iglesia es posible (Ediciones HOAC). Se trata de un libro audaz pero, sobre todo, propósito de un teólogo que se ha prodigado poco en castellano pero que une a su gran experiencia una insobornable esperanza en el protagonismo que están llamados a asumir los laicos en la Iglesia.
El libro hace un planteamiento valiente y arriesgado, dados los tiempos eclesiales que vivimos. ¿Ha tenido alguna precaución especial a la hora de escribirlo?
El punto de partida del libro ha sido mi experiencia actual de que muchos creyentes, también pertenecientes a movimientos y comunidades, se encuentran en una penosa y confusa situación respecto a su pertenencia a la Iglesia. Las ilusiones de una Iglesia renovada que nacieron con el Concilio Vaticano II se han ido derrumbando y no son pocos los que han entregado armas y bagaje o se han alejado definitivamente de ella. He querido ayudar a todos ellos y a otros muchos a reencontrar razones para esperar e impulsos para actuar. Me he sentido absolutamente libre y no he tenido más que un límite, impuesto por mí mismo: el mejor tratamiento de las cuestiones para lograr el objetivo indicado. Nunca me he visto constreñido ni he recibido ninguna llamada al orden por parte de la autoridad.
¿Quiso Jesús fundar una Iglesia?
Como dice el gran exégeta católico N. Lohfink, puede afirmarse que Jesús no quiso fundar una Iglesia porque ya estaba fundada: el Pueblo de Dios del Antiguo Testamento. Pero, por otra parte, el fracaso de Jesús y su muerte en cruz condujeron a que la resurrección fuera el comienzo de una nueva aventura: el anuncio a todo el mundo por parte de los discípulos del reino de Dios como lo hizo Jesús, anuncio que ahora se convierte, desde Pablo sobre todo, en el anuncio del reino de Cristo resucitado.
¿Cree que en la actualidad se está desarrollando adecuadamente el servicio episcopal?
Respondo con gran respeto a las personas, pero con libertad. Y mi respuesta no puede ser más que negativa. En los últimos años los nombramientos de obispos han ido delatando cada vez más unos criterios de elección unilateralmente conservadores: en línea con las autoridades romanas, a menudo incluso contra la expresa voluntad de las conferencias episcopales. El control por parte de la curia y a través de los nuncios ha sido cada vez mayor. En 25 años se ha cambiado totalmente el perfil de las conferencias episcopales. Los conflictos han aumentado porque muchas veces el talante autoritario de los obispos impuestos por Roma ha recortado los derechos o las tradiciones de las Iglesias locales. En consecuencia los obispos son de facto solamente receptores de órdenes provenientes del Papa y de la curia. Las afirmaciones del Concilio de que los obispos han de entenderse como “vicarios y legados de Cristo” y “no como vicarios del Romano Pontífice” (LG 27), han sido omitidas en el nuevo Código de Derecho Canónico. Los obispos actualmente son tan impotentes como nunca lo fueron antes; incluso casi se prescinde de ellos como interlocutores en un debate abierto sobre cuestiones discutidas en la Iglesia. Están bajo la presión de la lealtad, de tal modo que deben defender todo lo que Roma ordena. Éste es el motivo por el cual se someten casi siempre sin resistencia a los esfuerzos de centralización de Roma y soportan casi todo con resignación. A menudo no se atreven a servirse de su propia autoridad y preguntan a Roma. Con lo cual ellos mismos atribuyen a la curia romana competencias y no son totalmente ajenos al hecho de que el centralismo romano nunca haya sido tan fuerte como ahora, ni siquiera antes del Concilio. El Vaticano II en su esfuerzo por desmontar el centralismo ha sufrido ciertamente su fracaso mayor.
¿Cómo debería interpretarse la obediencia por parte de los bautizados?
Para comenzar, nunca debemos olvidar la autoridad conferida por Jesús personalmente a sus apóstoles para anunciar al mundo la Buena Noticia, reunir y enseñar a todos aquellos que creyeran en Él hasta el momento de su venida gloriosa. Pero tampoco debemos olvidar que, en el Evangelio, autoridad no equivale a poder. Autoridad es la “capacidad de hacer crecer” al otro mediante el testimonio del “autor”. Eso quiere decir que la misión fundamental del ministerio ordenado es impulsar y animar mediante el propio testimonio la libre creatividad de los bautizados en el mundo al que son enviados. Jesús no emplea la palabra “poder” más que para reducirlo a la humildad del servicio, es decir, impedir que se erija en monopolio y en coacción. Cuanto más los fieles laicos se hagan cargo de sí mismos, tanto más el ministerio ordenado reencontrará su carácter original apostólico, es decir, servicial, itinerante y global. De ahí que la asunción de responsabilidades por los laicos no debe verse como una toma del poder, arrancado de las manos de sus detentadores actuales. Pero no se hará tampoco sin una asociación de los primeros al poder ejercido por los segundos. La jerarquía tiene miedo de que se introduzca un poco de democracia en la Iglesia, lo cual parece representar para ella el mal supremo. Así afirma que no puede disponer a su capricho del poder que Cristo le ha confiado y que le pertenece a Él solo. Pero ¿dónde se ve en el Nuevo Testamento que la Iglesia haya sido fundada sobre el régimen de la monarquía? La única ley dada por Jesús a sus apóstoles es la prohibición de mandar a la manera de los poderosos de este mundo, es decir, según el modo de la dominación.
El poder no debe ejercerse sin reparto, a fin de que la obediencia sea dada a Dios mismo y no se detenga en la persona de los jefes y a fin, igualmente, de que la autoridad no impida la libre creatividad inspirada por el Espíritu a los miembros del cuerpo de Cristo para el crecimiento de ese cuerpo. El poder eclesiástico, por tanto, está limitado por la obligación de respetar lo que Pablo llama “la conciudadanía de los santos”. Con estos criterios, creo yo, debe entenderse la obediencia que corresponde a los bautizados.
¿Cómo se puede conseguir esa “Otra Iglesia posible”?
Lo que habríamos de tener es una Iglesia donde los líderes reconozcan e impulsen la elaboración de decisiones en los niveles apropiados en las Iglesias locales; donde los dirigentes locales escuchen y disciernan con el pueblo de Dios de esa área lo que “el Espíritu dice a las Iglesias” -como recuerda el autor del Apocalipsis- y luego lo articulen como un consenso de la comunidad creyente, orante y servidora. Se necesita fe en Dios y confianza en el pueblo de Dios para hacer aquello que a algunos o a muchos les puede parecer un riesgo. La Iglesia podría enriquecerse como resultado de una diversidad que integra verdaderamente los valores socioculturales y los conocimientos de una fe viva y en desarrollo, junto con un discernimiento de cómo tal diversidad puede promover la unidad en la Iglesia, no habiendo necesidad, por tanto, de uniformidad para ser verdaderamente auténtica. Aquí la dificultad principal se encuentra en el hecho de la fragmentación de los católicos en grupos y corrientes, cada uno de los cuales tiene su propia fórmula de renovación de la Iglesia. ¿Cómo salir de esta situación? ¿Cómo reconciliar tan diferentes visiones de la Iglesia o modelos de Iglesia? Entre todos debemos encontrar una actitud de respeto y reverencia por la diferencia y diversidad cuando buscamos una unidad viviente en la Iglesia; que los creyentes, individualmente y en grupo, deben ser autorizados, verdaderamente capacitados para encontrar o crear un tipo de comunidad que sea expresiva de su fe y aspiraciones respecto a su vida cristiana y a su compromiso en la Iglesia y en el mundo y que se esfuerce en mantener en una tensión legítima y constructiva las incertidumbres y ambigüedades que conllevará todo esto, confiando en la presencia del Espíritu Santo.
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