Hay preguntas elementales con respuestas difíciles. Una de ellas en estos tiempos es “¿Cómo estás?” Si más allá del convencionalismo su respuesta es siempre difícil de precisar, la pandemia ha venido a complicarlo aún más. Respuestas como: “rara”, “viva”, “extraña”, “resistiendo”, “preocupada”, “inquieta”, “no me voy a quejar con lo que está cayendo”, “a rachas”, “manejando la incertidumbre”, “harta”, etc., son algunas de las respuestas más habituales que escucho a mi alrededor. Las últimas investigaciones sobre las consecuencias de la irrupción del COVID en nuestras vidas, en lo que al equilibrio emocional y la salud mental se refiere, le han dado un nombre a esta difícil respuesta que nos cuesta pronunciar: fatiga pandémica.
Tal definición se refiere al decaimiento de fuerzas y ánimos que nos produce el hambre de abrazos y contacto físico, incorporar la incertidumbre a la vida cotidiana, aparcar agendas y planes permanentemente, el temor a enfermar o contagiar y atravesar un túnel, para algunas mucho más duro que la propia enfermedad, que se llama pobreza. Y no es para menos, porque las consecuencias sociales y económicas de esta crisis están siendo inmensas. La tristeza se ha instalado en los barrios y combatirla solo es posible reinventando formas de hacer y estar juntas, haciendo de la vulnerabilidad potencia, conscientes que nuestra fuerza es el tejido comunitario y los cuidados colectivos con los que nos sostenemos.
Pero nuestros barrios son también un grito. La pobreza habitacional y la pobreza energética, los desahucios, el Ingreso Mínimo Vital que no llega, la imposibilidad de encontrar cita en la Delegación de extranjería, como una nueva frontera invisible, que las personas migradas han de seguir saltando, la denegación sistemática de las solicitudes de asilo, los despidos por enfermedad (aunque sean ilegales) y la vulneración constante de los derechos laborales y sociales hacen de nuestros barrios un grito ensordecedor al que sin embargo las instituciones deciden desoír cada día.
Su opacidad, llámese Ayuntamiento o Comunidad de Madrid, por ser el ejemplo más paradigmático, está siendo sangrante. No sólo por su indiferencia, sino también por el abandono de estas problemáticas al voluntariado, la caridad o las propias organizaciones vecinales, a las que por otro lado, criminalizan, cierran sus espacios, como está sucediendo con el Espacio Vecinal EVA, en el barrio de Arganzuela, o deniegan permanentemente los espacios públicos para las actividades que están llevando a cabo en el servicio a los barrios.
Ante tanta herida y dejación como nos atraviesa, los cristianos y las cristianas no podemos ser espectadores, ni quedarnos tan tranquilos en el mero autocuidado
Ante tanta herida y dejación como nos atraviesa, los cristianos y las cristianas no podemos ser espectadores, ni quedarnos tan tranquilos en el mero autocuidado, porque el autocuidado cristiano pasa siempre por no olvidarnos de los y las más vulneradas. El autocuidado cristiano va de la mano de los cuidados de los y las últimas y es también político.
No puede reducirse se al gueto ni a la capillita, sino que su lugar es con la ciudadanía activa, la plaza pública, aunque sea con mascarilla y distancia social, exigiendo con ella que los cuidados y no el mercado, las privatizaciones o los intereses particulares estén en el centro de la vida, y reclamando a las instituciones, ante el sufrimiento que nos atraviesa, que no hagan lo que hizo Pilatos en el Evangelio, lavarse las manos.
Quizás por eso ante la fatiga pandémica no hay mejor medicina que la organización comunitaria, la fuerza que emerge del encuentro cuerpo a cuerpo, aun a metro y medio de distancia y por supuesto con mascarilla y la conciencia sostenida entre muchas, que nos podemos aflojar el paso en la lucha por el derecho a tener derechos, aun en tiempos de pandemia