
El sociólogo Víctor Renes Ayala es director del Servicio de Estudios de Caritas España y de la Fundación FOESSA, que ha editado ya seis informes sobre Pobreza, Exclusión y Desarrollo Social en España. Ahora ultima un informe sobre el Impacto de la crisis en los grupos vulnerables. Renes es Vicepresidente de la Red Europea de lucha contra la pobreza y animador de la Plataforma para la Promoción del Voluntariado en España.
Usted redactó aquel informe en que se hablaba de ocho millones de pobres en España. ¿Para qué sirvió?
Los medios de comunicación, los políticos y la gente se quedaron con aquellas cifras de ocho millones de personas pobres y, de ellas, casi cuatro millones viviendo en condiciones de pobreza severa. Pero lo verdaderamente importante era ver que la pobreza sólo se explica desde la desigualdad social. En aquel momento, a mediados de los ochenta, un 10 % de familias, las más ricas, acumulaba el 40% de la renta total del país, mientras que un 21,6%, el de las más pobres, sólo disponía del 6,9% de la renta. Era una pobreza estructural relacionada con el bajo nivel cultural, la baja cualificación laboral, la discapacidad o mala salud, la pertenencia a una minoría étnica o cultural y, sobre todo, con un empleo inestable y de baja calidad. En aquel informe escribimos que “la pobreza es inquietante y angustiante no sólo por el sufrimiento de quienes la padecen, sino también porque nos interpela y acusa”.
¿Y qué pasó en los noventa, en la sociedad del crecimiento?
La pobreza alcanzaba al 22% de la población y estaba relacionada con la desigual distribución de la riqueza y el desigual desarrollo económico de las comunidades autónomas. La pobreza severa se hizo minoritaria, bajó a un 4,5% de la población. De manera acelerada se juvenilizó la pobreza y el 44% de la población pobre tenía menos de 25 años. El desempleo y el paro eran un rasgo decisivo. Entre los pobres sólo un 10,2% trabajaba en ocupación normalizada. Se tomó conciencia de que la pobreza no era una simple herencia del pasado, sino un desafío a la sociedad democrática y del bienestar. Y constatamos que la pobreza no se iba a erradicar con el simple crecimiento económico. La sociedad del crecimiento no puso a la pobreza en su agenda y, en las contadas ocasiones en que la puso, vino a ocupar un puesto irrelevante o secundario.
¿Qué realidad describe el sexto y último informe FOESSA en 2008?
El intenso crecimiento económico acaecido en España entre 1995 y 2007 no ha estado acompañado de distribución de la riqueza, ni ha resuelto graves problemas de integración social. Factores determinantes han sido la precariedad en el empleo y la fragilidad de los sistemas de protección de derechos sociales. Al terminar 2007 un 20% de la población seguía siendo pobre, la pobreza severa se había estancado alcanzando a un 3% de la población y la exclusión social en su grado severo afectaba a un 5% de la población. Pero es que, además, en los años pasados, de bonanza económica, un 44% de la población española sufrió, en un momento u otro, algún período de pobreza.
¿En qué medida la crisis ha empeorado las cosas?
Después de realizar una gran encuesta en toda España, el próximo mes de enero presentaremos nuestro informe sobre el impacto de la crisis en los grupos más vulnerables. Hay una cuarta parte de la población viviendo en situaciones cada vez más difíciles. La desaparición de los 420 euros para los parados va a llevar a unas 300.000 personas más a situaciones angustiosas. Las necesidades de vivienda, de alimento y de atención a la infancia son las demandas más frecuentes que llegan a Caritas. Cuando los mecanismos de contención se han venido abajo, ha emergido una crisis social que ya existía. Las actuales preguntas sobre la crisis ya estaban hechas antes de la crisis. Como Caritas dijo en Madrid, el pasado junio, en el Congreso Europeo contra la Pobreza y la Exclusión, “la crisis más letal es el propio modelo que considera el crecimiento como el bien que le legitima y que genera rupturas y fracturas sociales”.
¿Qué preguntas deberíamos hacernos hoy ciudadanos y políticos?
Sugeriré algunas: ¿Por qué no son tema de un gran debate nacional las enormes dificultades de gran parte de las familias para tener acceso a una vivienda? ¿Por qué no se explican los efectos de la reforma laboral sobre personas que viven en desprotección y a las que se arroja a la descualificación y al mercado de la precariedad? ¿Por qué los programas que pretenden combatir el abandono escolar no llegan a la población escolarmente fracasada? ¿Por qué el fraude fiscal en nuestro país se sitúa entre el 20% y el 25% del PIB, unos diez puntos por encima de la media europea? Pero esas son preguntas imprescindibles para desentrañar estas otras: ¿Para quién se bajan los impuestos? ¿Para quién se reducen las prestaciones? ¿Para quién se genera crecimiento? ¿Para quién se reclaman los esfuerzos? ¿Para quién se distribuyen los resultados?
¿Nuestra cultura social ha de cambiar?
Desde luego, porque aquí parece que las personas no cuentan. El precio es la medida del valor, todo lo que no es validado por el mercado debe ser rechazado. Nos han hecho creer que más es igual a mejor. Hay una ausencia de responsabilidad colectiva ante la crisis y se ha vaciado de contenido aquel “necesario” cambio de valores del que se habló a su comienzo. El progreso técnico y económico ha quedado desvinculado de cualquier otro parámetro histórico, cultural, ético, estético y humano. Se cuestionan formas tradicionales de solidaridad y no aparecen otras nuevas. Se afirman derechos olvidando deberes y otros derechos concurrentes. El bienestar social ha pasado a ser algo que el individuo se apropia y no la garantía de acceso a bienes y servicios generales. El asociacionismo ha pasado a ser la yuxtaposición corporativista de individuos afectos al mismo interés y poder social. Y, según eso, ¿qué valor posee el sujeto? El pobre, el que no llega, el excluido es considerado autorresponsable y culpable de su situación y, además, creador de inseguridad, de la que los demás tienen que defenderse.
¿Qué podemos hacer?
En lo ético, reclamar una economía al servicio de las personas, de objetivos sociales ecológicamente sostenibles. En lo económico exigir equidad en la distribución de la renta. En lo político, contemplar las propuestas de decrecimiento, una simplicidad de vida voluntaria, procurar la cooperación más que la competitividad, repartir el tiempo de trabajo y evitar que nuestro modo de consumir excluya a otras personas del acceso a bienes y servicios a los que tienen derecho.