La Iglesia católica llegó a Bangladesh, entonces Bengala -parte del Imperio Británico y de la Gran India-, de la mano de los misioneros portugueses en el siglo XVII. De hecho, las viejas familias cristianas bengalíes llevan apellidos como Costa, Rozario, Gomes…
Durante el siglo XIX, muchas poblaciones hindúes se convirtieron al cristianismo. Para ellas, era la única oportunidad de tener acceso a necesidades básicas, como educación o salud. Hoy «resulta curioso ver cómo escuelas sin presencia cristiana tienen nombres como St. Patrick o Don Bosco, porque da prestigio», explican religiosos de la zona.
Los Hermanos Maristas llegaron a Bangladesh hace ahora casi siete años y explican que «tuvieron que empezar desde cero»: aprender la lengua, conocer el país y sus gentes, su idiosincrasia… Era la manera de enfocar su presencia allí y cuál podría ser su contribución a la Iglesia local y la sociedad bengalí.
Bangladesh es el país más pobre de Asia y el más superpoblado del mundo. En una extensión equivalente a Andalucía viven 150 millones de personas. Es el segundo productor mundial de ropa después de China y hay más de 40.000 fábricas textiles. Con un 60% de la población menor de quince años, este país supone un reto para instituciones religiosas como los maristas, dedicados a la educación de la juventud.
La población de Bangladesh es mayoritariamente musulmana: el 90% practica el islam, el 10% son hindúes y los porcentajes inapreciables que corresponden a budismo y cristianismo completan el panorama religioso-cultural. Los cristianos y cristianas son menos del 0’5% y, sin embargo, su influencia social es mucho mayor de lo que la proporción numérica dejaría suponer.
Incumplimiento de derechos humanos
Muchas son las asociaciones locales e internacionales asentadas en Bangladesh en defensa de los derechos humanos. Por desgracia, tienen mucho trabajo. Según los maristas, casi se puede decir que «la mano de obra no tiene precio, en el sentido literal… no vale nada».
Muchos sectores laborales no han obtenido el derecho de representación sindical. Por poner un ejemplo, el sector textil ha conseguido este derecho sólo después del incidente del Rana Plaza el año pasado, cuando más de mil personas murieron atrapadas y gracias a la presión internacional.
Los trabajadores de las plantaciones de té, con quienes los maristas trabajan, no tienen aún ese derecho. Tanto es así que no gozan de casi ninguno: no pueden poseer la tierra ni la casa en la que viven, sus salarios son de 70 céntimos de euro al día si recogen veintitrés kilos de hojas de té, sólo un miembro de cada familia puede trabajar en la plantación, los fumigadores trabajan sin guantes, sin mascarilla, sin protección ninguna contra el veneno que esparcen…
Las poblaciones tribales ven cómo por culpa de la presión demográfica son empujados de las tierras que han ocupado durante siglos por no tener papeles que lo acrediten. El poblado de Nihar, por ejemplo, fue literalmente invadido para echar a los habitantes de la tribu Kashi y convertir el lugar en una plantación de té.
La gente de estas plantaciones, con las que trabajan misioneros maristas en el interior del país, soportan unas condiciones de vida cercanas a la esclavitud. Trabajan entre ocho y diez horas diarias en las plantaciones, haga frío o calor, llueva o no. Recogen las hojas una a una hasta conseguir 23 kilos.
Al volver a casa después de pesar las hojas, les espera una habitación modesta, sin apenas mobiliario, y un plato de arroz con nada o, quizá, con alguna verdura.
Por lo general, no tienen electricidad ni agua corriente y sacan el agua de pozos que no siempre están cerca. Se lavan en estanques, los pukur, donde también lavan la ropa y beben los animales.
«Las infecciones son corrientes: piel, ojos y heridas se que infectan fácilmente y su cura se hace esperar porque el médico de la compañía del té va sólo una vez por semana, aunque la mayoría de las veces les ve sin acercarse y les recetan paracetamol», explica el misionero marista Eugenio Sanz.
Justicia e igualdad
Hay una cierta conciencia social en el país. La lucha por los derechos de la mujer se va abriendo paso muy lentamente porque tiene que hacer frente a dos culturas: la musulmana y la hindú.
Hace un par de años salió una ley prohibiendo el castigo corporal en las escuelas. Y no hace tanto también se reconoció la existencia del tercer sexo, la transexualidad. Pero, como en otros países, hay una diferencia entre las leyes y su aplicación, especialmente, cuando van contra milenios de historia.
Hace unos meses, en una reunión con el embajador de la Unión Europea en Bangladesh, el señor Hanna, éste preguntó a los representantes del Gobierno: “¿no comprenden que si pagasen mejores salarios, los empleados trabajarían mejor?”. Sin embargo, tanto Gobierno como empresarios temen perder el status quo que tienen.
La inmensa mayoría de las empresas son nacionales. De hecho, las empresas extranjeras no pueden poseer más del 50% de las acciones.
Eugenio Sanz explica que «Bangladesh ocupa el segundo lugar en la lista next eleven”, lo que los economistas denominan como los países de los que se espera un desarrollo inminente en los próximos años, detrás de los brics (India, China, Brasil…). Pero está claro que no habrá futuro digno para la sociedad bengalí sin escuelas de secundaria ni cumplimiento de los derechos humanos en las fábricas y plantaciones.
Para la ínfima minoría de jóvenes que lo consiguen hoy en día, hacer y terminar la secundaria se traduce con los años en mejores opciones de encontrar un trabajo digno, posibilidad de convertirse en maestro o líder de la comunidad de la que procede, capacidad de juicio y crítica de las situaciones y, por supuesto, mejora económica.
La educación es la única vía que puede conducir a estas gentes fuera de la situación casi inhumana en la que viven. En este sentido, Sanz asegura que «si logramos incrementar significativamente el número de jóvenes con estudios, habremos dado un paso de gigante».
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