Momodu fue secuestrado cuando tenía diez años. Vivía en una aldea cercana a Freetown, la capital de Sierra Leona. Una tarde que él se encontraba nadando en el río junto a sus amigos, de pronto, oyó mucho ruido y gritos procedentes de la aldea. Se vistieron deprisa y, aún chorreando agua, corrieron para ver qué sucedía. No les dio tiempo a llegar muy lejos cuando se encontraron con gente de su poblado que corría en dirección al río y que les gritaba que no entrasen en la aldea.
A Momodu y sus amigos no les dio tiempo a reaccionar, no entendían lo que pasaba, no sabían por qué la gente corría despavorida, sólo querían encontrar a sus familias. Pero no las encontraron, sólo vieron a unos jóvenes, no mucho mayores que ellos, vestidos de soldados que corrían tras la gente, saqueaban la aldea y prendían fuego a las chozas de barro y paja.
Cuando Momodu se dio cuenta se encontraba rodeado por alguno de esos chavales que le apuntaban con sus fusiles y le condujeron, a culetazos, hasta un claro de la selva donde encontró a muchos más chicos de su aldea.
Fue así como comenzó el calvario de Momodu. Primero fue obligado a cargar sobre su cabeza los objetos que los rebeldes habían robado en su pueblo y así caminó durante días, sin a apenas comida y durmiendo en el suelo, hasta que llegaron al campamento del RUF. Una vez allí tuvo que trabajar como “esclavo”, realizando las tareas que le encomendaban sin rechistar y sin preocuparse de que fueran demasiado pesadas para su edad: lavar, traer leña, traer agua, cargar munición… Hasta que, un día, su comandante decidió enviarle a un campo de entrenamiento militar en la frontera con Liberia. Allí Momodu aprendió técnicas de supervivencia, de guerrilla, a montar y desmontar armamento… todo lo necesario para convertirse en un soldado de sólo diez años. Terminado el entrenamiento militar le dieron su primera arma, un Kalashnikov, o AK-47 como él mismo la llamaba. Con ella venía, también, su primera misión, volver a su aldea y matar a su padre o a algún miembro relevante de su familia.
Momodu todavía recuerda el día que disparó contra su padre. Dice que cerró los ojos, no quería verlo, pero el recuerdo todavía le persigue. En aquel momento empezó su carrera como militar. Intervino en numerosas misiones, trabajó como espía, entró en combate en primera línea de fuego, mató, amputó manos y pies, violó, quemó casas con sus habitantes dentro… Siempre, antes de entrar en combate, su comandante le hacía unos cortes en la sien con una cuchilla y le introducía cocaína directamente en las venas.
Sin una familia en la que refugiarse, drogado y luchando por su propia sobrevivencia, Momodu se convirtió en una auténtica máquina de matar, al igual que los miles de niños y niñas que durante los once años que duró la guerra en Sierra Leona, fueron secuestrados y obligados a ser soldados.
Diamantes de sangre
Niños y niñas jugando a ser Rambos para que unos pocos pudieran sacar libremente los diamantes que se producen en el país y enriquecerse con ellos: gente como el Coronel Gadafi o Charles Taylor o los comerciantes de Amberes, Paris o Jerusalén. Un día, un compañero de Momodu me preguntaba:
¿Para qué quieren los blancos los diamantes?
Bueno –dije yo sin saber muy bien qué responder- la gente utiliza diamantes para hacer anillos y con ellos decirle a sus novias que las quieren.
Y, entonces, para que alguien diga a otra persona que la quiere ¿es por lo que tenemos que matarnos nosotros?
Ante afirmaciones como éstas sólo cabe el silencio avergonzado y culpable. Nuestro egoísmo, nuestras necesidades ficticias están condenando a millones de seres humanos a la muerte cada día.
Parecida a la historia de Momodu es la de Mariatu, que cuando tenía ocho años había ido de vacaciones a Kukuna, a casa de su abuela, y que un día que estaban las dos recogiendo mandioca en el huerto llegaron unos soldados y las rodearon. A la abuela la violaron y la mataron y a ella se la llevaron. Al llegar al campamento de los rebeldes, Mariatu fue regalada al capitán Jalloh, como trofeo de guerra. Desde aquel día ella se convirtió en una de las muchas esclavas sexuales del capitán, siempre a merced suya o de sus hombres.
Ahora ha terminado la guerra, llevamos siete años de paz. Es verdad que es una paz que es un simple cese de hostilidades, que está prendida con alfileres, que las causas que generaron la guerra siguen presentes y en cualquier momento, si alguien vuelve a aglutinar el descontento y frustración de los miles de jóvenes sierraleoneses sin posibilidades de estudiar y sin trabajo, el conflicto volvería a prenderse en cuestión de días.
Víctimas, no victimarios
Pero esta situación de paz, nos permite trabajar y hacer planes a más largo plazo. Recuerdo que hace algunos años discutía con juristas de la ONU que, encerrados en sus oficinas de Nueva York, habían decidido que el Tribunal Especial para Sierra Leona juzgase a los menores soldado como criminales de guerra porque, según ellos, nunca habían expresado remordimiento por los actos cometidos. Yo les discutía que no se podía juzgar a las víctimas. Estos menores, aunque las circunstancias los hubieran convertido en victimarios, eran sobre todo víctimas.
África está crucificada por las guerras y conflictos, los refugiados, los muertos de hambre o de enfermedades que están erradicadas en nuestro primer mundo, de países saqueados por la codicia occidental, de políticos corruptos que venden a sus gentes por un puñado de dólares… Pero el día a día de este continente está jalonado de pequeñas historias de héroes anónimos que salen adelante en medio de todas estas dificultades: son las mujeres que venden cuatro plátanos en el mercado para dar de comer a sus hijos, son los jóvenes que se organizan para ayudarse en las tareas del campo, son los mecánicos que con un alambre y un bidón de plástico hacen andar a un coche… son los pequeños milagros de cada día que hacen que África siga adelante y no se pare. Por eso hay que seguir invirtiendo en los jóvenes de este continente.
Gente como Mariatu, que, tras años de aprendizaje, ha abierto su propia peluquería y mantiene a su hijo y enseña a otras jóvenes que también fueron víctimas de abusos sexuales como ella; o Momodu, que ahora estudia en Londres ciencias de la salud y quiere volver el próximo año a Sierra Leona para ayudar a su país.
Yo, que soy bastante increyente, cuando hablo de milagros me refiero a gente como Mariatu o Momodu que han sabido perdonar, aunque no olvidar, y recomponer sus vidas para convertirlas en algo positivo.
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