Escribo desde uno de los países más pequeños del mundo: El Salvador. Aquí viven poco más de seis millones de habitantes en un territorio del tamaño de la provincia de Badajoz. Sin embargo, hay más de dos millones de salvadoreños viviendo en Estados Unidos y cuyas remesas son una parte sustancial de la riqueza de este pequeño país centroamericano.
La población rural es la que sufre peores condiciones de vida: se calcula que el 45% de las familias campesinas son pobres. Este abismo social y económico se nota aún más si hablamos del acceso a servicios básicos como la salud y la educación.
El Salvador, como toda Centroamérica, tiene un gravísimo problema infiltrado en su cuerpo social: el complejo fenómeno de la violencia, imposible de despachar con cuatro líneas, pero que tiene atenazada a gran parte de la población. Uno de los rostros de esa violencia es la ejercida por las maras o pandillas.
Soyapango, muy cerca de la capital, es el municipio más violento del país. Las pandillas son las dueñas de los distintos barrios de la ciudad y nada ni nadie es ajeno a su vigilancia. Aunque estuve por las calles de Soyapango tomando ciertas precauciones, tenía la incómoda certeza de que sabían que andaba por allí.
Según el CAT, centro antipandillas transnacional, hay algo más de veinte mil pandilleros en El Salvador. Casi la mitad de ellos están en las cárceles, que se convirtieron en cuarteles generales de estos grupos, desde donde se controlan los territorios.
Me encuentro con Marisa de Martínez, una mujer excepcional, gran luchadora por los derechos humanos en este país y que está al frente de CINDE (Centros Infantiles de Desarrollo). Se trata de una asociación que surgió en 1989 para promover una educación integral entre los niños y adolescentes, hijas e hijos de vendedoras informales de los municipios de Mejicanos y Soyapango.
En abril de aquel año, Marisa de Martínez, directora de la Asociación, junto con el padre Joaquín López y López, S.J., asesinado a los pocos meses junto con otros cinco jesuitas en la UCA, abrieron el primer centro infantil como un proyecto dentro de Fe y Alegría.
Marisa me habla de la violencia que sacude estos lugares, de la otra violencia con que el Gobierno quiso hacer frente al problema, de las cárceles llenas de pandilleros, de los barrios donde su asociación trabaja y de las pandillas omnipresentes, de ser utópicos y no dejarse vencer por la cruda realidad, de que hay esperanza y me cuenta la veintena de chicos que están en la universidad y que salieron adelante gracias, entre otros, a CINDE.
Me voy al centro de refuerzo escolar de CINDE en Soyapango. Aquí vienen 70 alumnos que buscan apoyo para sus estudios y encuentran un lugar donde son acogidos y atendidos en un espacio alejado de la violencia que les rodea.
De puertas para afuera, la situación es bien difícil. No hay que olvidar que la gente intenta ganarse la vida en un medio hostil por el control que ejercen las pandillas. Aún así, el centro escolar ha sido respetado. Aquí no llegaron las extorsiones ni las amenazas.
La adolescencia es una etapa crítica. Es cuando se producen los primeros escarceos con las pandillas y la toma de contacto con la realidad más brutal. Por eso, es importante que los chicos encuentren aquí un lugar de referencia y de ayuda no sólo para sus estudios.
Roxana, una de las chicas que viene al centro, me cuenta el día a día de la convivencia con una realidad tan estremecedora como cotidiana, que le obliga a vivir entre rejas: en la escuela, en el centro de apoyo y en su casa.
Cuando acaba su jornada, Roxana se pasa por el mercado de Soyapango. Guadalupe, su madre, es una de las muchas mujeres que trabajan aquí y que tuvo una infancia amarga, marcada por la pobreza y la violencia familiar.
Me doy cuenta de que los mercados son lugares de trabajo prácticamente en exclusiva de las mujeres. Decenas de ellas trabajan en este de Soyapango, como en tantos otros. Muchas viven solas antes que mal acompañadas por la violencia conyugal. Un dato: sólo el 10% de los chicos del centro de refuerzo escolar viven con el padre y la madre.
En Mejicanos me acerco por uno de los centros infantiles de CINDE. Estos nacieron con el propósito de atender a los hijos de las vendedoras ambulantes. Se trata de guarderías estratégicamente situadas cerca de los mercados, a las que acuden un total de 300 niños desde los tres meses hasta los seis años de edad.
Aquí me cuentan que algo más del 30% de los hogares de El Salvador tiene como cabeza de familia a una mujer y sólo en un 8% conviven bajo el mismo techo padre, madre e hijos. Los embarazos en la adolescencia son un fenómeno que tiende a crecer y, muy pronto, la mujer se encuentra sola para sacar adelante a sus hijos.
Me hablan de cómo muchas vendedoras ambulantes se ven obligadas a acudir a usureros para conseguir pequeños préstamos a intereses altísimos. Ante esto, se crearon grupos de madres y se formaron bancos solidarios. Ahora se ha formado una cooperativa de ahorro y crédito (Acomusol) que ha mejorado mucho la situación de las socias.
Me acerco hasta el mercado de Zacamil para encontrarme con Magdalena, la presidenta de la cooperativa, y una mujer que conoce bien los problemas de este colectivo de vendedoras. Magdalena vive a contrarreloj porque, además de ocuparse de sus hijos, trabajar todo el día haciendo tortillas de maíz a 40 grados y ayudar a su hermana, por la tarde se va a estudiar hasta las ocho de la noche. Magdalena exprime hasta el límite las horas de cada día. Me cuenta que lo hace por sus hijos y para que no se repita la letanía de otra vida llena de sueños rotos.
Sigo mi camino buscando otras historias llenas de humanidad como esta, la de la buena gente de CINDE convencida de que hay que seguir trabajando haciendo frente a tanta adversidad -parece que no cupiera más por metro cuadrado- que sufre la buena gente de este país centroamericano.