Contar cuentos: un encuentro de culturas

Foto. Ana Gª-Castellano.Llevo más veinte de años contando cuentos en los lugares y a las gentes más diversas y, cuanto más me adentro en el mundo de la narración, más descubro su aspecto “sagrado”. Sagrado porque toca lo más íntimo del ser humano.

Desde Jung o Bettelheim, pasando por Amadou Hampâté Bâ, Ana Pelegrín, José Manuel Pedrosa o Gustavo Martín Garzo; psicólogos, antropólogos y fol-kloristas han analizado los contenidos simbólico, arquetípico o sapiencial de los cuentos. Pero mi experiencia creyente de narradora me ha dado una di-mensión más: los cuentos son, esencialmente interreligiosos. En todas las cul-turas los cuentos representan un peregrinar interior hacia los territorios del misterio.

Últimamente he estado en Jordania y en Argelia y he comprobado una vez más que en todas partes viejos, jóvenes y niños lloran, ríen, vibran y sienten escuchando las historias de personajes que luchan, sufren, se enfrentan a imposibles para conquistar ese “vivieron felices”, que no es sino la promesa interior del Reino (o la República, quién sabe) del Padre-Madre Dios (Alá, en aquellas latitudes).

Lo he podido constatar especialmente durante el Festival de Thèatre d’Alger, donde compartí historias con narradores de diversas lenguas y religiones. Y, sobre todo, con las gentes que venían a escucharlas.

Argelia es una encrucijada de culturas. Bereberes, fenicios, romanos, vándalos, árabes, españoles y franceses han tejido su historia. Aunque es musulmana desde el siglo VIII, conserva una identidad abierta y tolerante. Desde su independencia de Francia en 1962 es República democrática. La constitución vigente (de 1989) es confesional, pero el pluripartidismo instaurado en 1995 admite la coexistencia de grupos laicistas (FLN; AND, ACD) y religiosos (FIS) La “primavera árabe” no ha tenido en Argelia el mismo alcance que en Túnez o Libia pues, como comentaban los narradores argelinos, ellos ya habían pasado “su revolución” con las revueltas de 2003 y 2004, que desembocaron en la Carta para la Paz y la Reconciliación Nacional que el presidente Buteflika sometió a referéndum y que fue refrendada por el 97% de los votantes en 2005.

En Argel, la capital, los viejos edificios frente al puerto conservan aún el viejo grandeur de la colonia francesa. En la plaza Port Saïd se entrecruzan cineastas y comerciantes, mujeres que esconden su rostro y jóvenes vestidas de Zara que hacen cola para ver un espectáculo, ejecutivos estresados, taxistas charlatanes, vendedores de chilabas… y, en medio del bullicio, acuclillado en el suelo, un tuareg ofrece té con hierbabuena recién hecho en su tetera de aluminio resplandeciente a un dinar el vaso (diez céntimos de euro)

En ese hormiguero multicolor nos abríamos paso los narradores del festival: tres mujeres y siete hombres.

La narración oral en el mundo árabe es de gran tradición. Quien haya visitado o haya leído algo sobre la Yemá al Fná de Marraquech, en Marruecos, sabrá de qué hablo: en la plaza se forman multitudinarios círculos para escuchar a los griott, narradores de historias, que cuentan sin tregua cuentos y leyendas, atrayendo la atención de grandes y chicos.

Los griott son siempre hombres. Y no porque las mujeres no sepan narrar. Muy al contrario: las mujeres son las narradoras por excelencia dentro del hogar. Así se marca la línea que divide los dos mundos: el mundo de lo público -que pertenece a los hombres- y el doméstico, eminentemente femenino.

Pero ya hay muchas “griott” que viajan y acuden a festivales y lo más importan-te: se abren un espacio para contar en su propia tierra. En nuestro festival estaba Sarah Kasir que, con su hijab y su avanzado embarazo, llegó desde Líbano. Y Géra, del sur de Argelia, que opta por contar en árabe con la cabeza descubierta.

Al final de cada contada, el conversar con la gente fue lo más extraordinario: el cuento tiene el poder de hablar a lo más íntimo y eso nos acerca: los “escuchadores” y los narradores sentimos que estamos unidos en una especial fraternidad, que no sabe de religiones ni de guerras santas. Y mueve a compartir con el otro, comunicarle las propias emociones, escuchar sus sentimientos, siempre ante una humeante taza de té con hierbabuena.

Una tarde, paseando por el casco viejo de la ciudad, nos topamos con un grupo de niños que salían de la escuela coránica. Inmediatamente, Sam, el narrador francés, me lanzó una mirada cómplice: “Ana, on va raconter un conte!”. Y, sentados en la escalinata de la callejuela, disfrutamos de una sesión de cuentos, que Sam entretejía en sus manos con los cordeles que siempre lleva en el bolsillo. Algunas niñas se agregaron tímidamente al final de la sesión, de tal modo que todas y todos nos unimos en la libre comunión de las historias, la sorpresa y la risa, que no sabe de dogmas ni de ritos, a no ser la mágica palabra: Ken ya maken (“Érase una vez” en árabe).

Foto. Ana Gª-Castellano.Al día siguiente, jueves (con el carácter festivo que aquí puede tener el sábado) fuimos invitados a Tablat, un pequeño pueblo de las montañas, donde vive la familia de Mourad, uno de los narradores. Después de dos horas de carretera intrincada, entre olivares y chumberas, llegamos a tiempo de contar en el Centro Cultural del Ayuntamiento. De nuevo, una mayoría de hombres ocupaba el patio de butacas; sólo seis mujeres se atrevieron a disfrutar del espectáculo. El público infantil era también mayoritariamente masculino. Sin embargo, a ninguno molestó que Gera y yo nos subiéramos al escenario con la cabeza descubierta…

Al terminar, Mourad nos llevó a casa de su familia… En el comedor, con entra-ñable acogida, sus padres nos ofrecieron té con buñuelos dulces y cerezas recién cogidas del árbol… Experiencia que he vivido otras veces en pueblecitos de Andalucía o del levante español (pongo por caso, por su afinidad con el paisaje). La única diferencia: en la pared principal, en lugar de una Virgen del Carmen, presidían la merienda unas artísticas caligrafías con algunas suras del Corán.

Cuando nos despedíamos y prometíamos volver (inshalá), entendí que el poema de Ibn Arabí era, en realidad, el cuento más hermoso jamás contado:

Mi corazón se ha convertido en receptáculo de todas las formas religiosas: es pradera de gacelas y claustro de monjes cristianos, templo de ídolos y Kaaba de peregrinos, tablas de la Ley y pliegos del Corán. Porque profeso la religión del amor y voy adondequiera que vaya su cabalgadura, pues el amor es mi credo y mi fe”… y al que nadie podrá nunca poner fin.

2 comentarios en «Contar cuentos: un encuentro de culturas»

  1. Contar cuentos: un encuentro de culturas
    Un saludo de todo corazón para Ana…
    Mi abrazo fraterno a esta amiga, que ha abrazado la cuentería, como quien abraza la carrera de «Santo», según lo confiesa en uno de sus cuentos, esos deliciosos cuentos de su autoría, pícaros, divertidos, frescos, como la propia personalidad de la autora-narradora.
    Ana con su palabra, su gestualidad, la pícara expresión de su rostro, nos hace transitar por paraísos de delicia…
    Y uno más aún, en mi corazón para esa Ana que se entrega, que se da y hace de su vida una donación continuada al servicio de la palabra…
    Y lo que hay, es mi reconocimiento a su ser como mujer de fe…
    Esto, para mí, es vital, porque sólo de esta manera puedes hacer de un asunto tan noble y sublime como lo es la cuentería, todo un proyecto de vida en favor de los demás, de ser puente y llegar a cuantos corazones puedas hacerlo por medio de la palabra y la gestualidad.
    Ana, te abrazo desde Zacatecas, México…

    1. Contar cuentos: un encuentro de culturas
      ah, y algo más, Ana… Lo imprimiré y lo pasaré a mis alumnos del seminario, para util – izarlo en las clases de oralidad. Abrazo, amiga mía…

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