
En el campamento de personas refugiadas de Sherkole en Etiopía, cinco meses después de huir del Estado de Nilo Azul de Sudán, Gisman Usman aún lucha con el trauma que le dejó el bombardeo en el lugar donde dormía, la desaparición de sus tres hermanos y la pérdida de su pierna izquierda.
La noche de septiembre en que el bombardero Antonov sobrevoló la casa de su abuela en Derem, la joven de 20 años se despertó con una explosión que destrozó la parte trasera de su casa, hecha con tejado de zinc. Su primera reacción fue echarse a correr. Pero Usman no podía moverse; una de sus piernas estaba gravemente herida.
Los recuerdos le llegan poco a poco, como si fueran fantasmas que la acosan en la noche, impidiéndole dormir. Recuerda a los dos jóvenes que la sacaron de entre los escombros de su hogar.
Los jóvenes, Nazar Shiraj y Mohamed Adam, ambos de 15 años de edad, encontraron un carro en el que cargarla, pero al burro que tiraba de él lo habían matado. Desengancharon el carro del animal muerto y lo empujaron entre los dos. Les llevó 30 minutos alcanzar la seguridad de la selva fuera de su aldea.
Recuerda que la gente pedía una ambulancia a la ciudad cercana de Kurmuk, en la frontera con Etiopía. Su madre, Soriah Ibrahim, de 40 años, le hablaba con toda la calma que podía.
“Mi madre me dijo ‘tienes que tener paciencia, tienes que dejar de llorar”, recuerda Usman. “No la creí. Pensé que me estaba mintiendo. Sabía que iba a morir”.
Ibrahim también recuerda esa noche en el monte y, a pesar de que nunca se lo contó a su hija, también ella creyó que Usman iba a morir. “Intenté vendar la herida con ropa, pero se estaba desangrando. No le dije que había perdido la esperanza. Pero era su madre y como tal debía concentrarme. En ese momento el sangrado comenzó a detenerse”, comenta Soriah.
La ambulancia tardó más de 24 horas en llegar al lugar. Cuando lo hizo, madre e hija subieron al vehículo mientras que el padre de Usman y sus tres hermanos se quedaron atrás para recoger sus pertenencias. Durante el trayecto a Kurmuk, Usman solo podía pensar en sus hermanos y en su padre, que habían quedado atrás. Su padre, Gassim Darmaj, tiene alrededor de 60 años. Pero sus hermanos, Najuwah Gassim, de 15, Dar es Salam Gassim, de siete y Usham Gassim de un año son demasiado jóvenes para sobrevivir en una zona de guerra. Esa fue la última vez que los vio.
En un sombrío hospital de Kurmuk, que también fue blanco de ataques, le amputaron la pierna a la altura de la rótula. “En ese momento, cuando realicé la amputación, ingresaban muchas personas”, comenta el doctor Evan Atar, que estuvo a cargo de la operación. “Tuvimos que trabajar rápido”. Ibrahim donó sangre para su hija. Usman, cubierta de vendas, fue trasladada al otro lado de la frontera, en Etiopía, en un carro tirado por un burro.
Cuando llegó a Etiopía, pasó casi un mes en el hospital del campamento de refugiados de Sherkole. Su herida sanó lentamente y la Organización para la Rehabilitación y el Desarrollo (RADO), contraparte local de ACNUR, le entregó una silla de ruedas.
Una vez que la herida comenzó a sanar, la organización la trasladó a Addis Abeba para que hiciera fisioterapia. Usman comenta que está agradecida por la terapia, pero lo que realmente recuerda de su visita a Addis fue que esa era la primera vez que se quedaba en un hotel moderno.
“Un día dos mujeres del hotel vinieron a mi habitación y se sentaron a mi lado en la cama”, dice Usman. “Comenzaron a hablarme en su idioma. No les entendí, pero sonrieron y me abrazaron. Nos reímos juntas”.
Ahora que ha vuelto al campamento de refugiados de Sherkole, Usman intenta concentrarse en pensamientos positivos. Cuando no puede dormir piensa en el día en que esté casada y en los hijos que tendrá, a quienes un día les contará cosas sobre sus noches en vela.
Sentada en la cama fuera de su tienda de campaña, también imagina la vida de sus tres hermanos. Al lado de su madre, cierra los ojos y trata de imaginar que están vivos y en su aldea. “Quizá ahora están preparando el desayuno”, dice. “Prepararán carne”.
“¿Qué comerán con esa carne?” pregunta Ibrahim. “Comerán ñame”, dice Usman. “Dirán ‘Gisman, ven a comer con nosotros. Ven y trae a nuestro hermano pequeño”.
Las cifras del éxodo en Etiopía

Etiopía se ha convertido en el destino de cientos de miles de personas que huyen de la devastación, el hambre y la guerra en el Cuerno de África. En apenas un año el número de personas refugiadas en Etiopía se ha duplicado hasta rozar los 310.000, de los que más de la mitad es somalíes, según el balance sobre 2011 del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
Ya hay 186.000 somalíes en el país vecino. «Para darles alojamiento y atención, ha habido que construir en Dollo Ado, la vía de llegada a tierras etíopes, tres nuevos campamentos de refugiados en apenas cinco meses», detallan fuentes de ACNUR. Todos estos campamentos tienen ya copada su capacidad. También ha llegado a Etiopía desde Sudán del Sur un éxodo de personas refugiadas que lo han dejado todo para salvar sus vidas de la ofensiva bélica en que ha transcurrido la independencia de este país.
Bombardeadas en sus aldeas. Atacadas por aviones mientras huyen. La vida se ha convertido en un infierno para las personas desplazadas de Sudán. ACNUR prevé más llegadas de refugiados y refugiadas en los próximos meses mientras continúen los enfrentamientos y se siga deteriorando la situación humanitaria en las zonas de conflicto.