Quizá haya muchas cosas significativas en lo que hacemos cada día en la cárcel de Navalcarnero pero, sin duda, la más especial es el abrazo. El abrazo que nos damos con cada uno de los muchachos que allí están hace que sintamos algo especial. No es un abrazo corriente, no es solo un abrazo de cariño, en el fondo es un abrazo de Dios, un abrazo que hace que nos pongamos en comunicación con Aquel que nos abraza cada día, un abrazo que nos compromete, nos hace responsables y, a la vez, nos hace descubrir al mismo Dios porque sentimos que en ese encuentro fraternal el Dios resucitado se hace presente en medio de nosotros. Es como un abrazo “a tres bandas”, donde estamos nosotros, el chaval de Navalcarnero y el mismo Dios uniéndonos a los dos.
En cada Eucaristía cuando llega el momento de darnos la paz, se nos hace visible de modo especial este gesto, la paz en las Eucaristías de Navalcarnero es todo un momento de fiesta, no es un gesto vacío, simbólico, es transmitir que nos queremos y, porque nos queremos, hacemos presente a Dios en ese gesto. Ese abrazo de la paz nos da la oportunidad de compartir un instante de amor, de cariño, de compromiso… nos preguntamos qué tal estamos, nos sonreímos o, en ocasiones, en silencio manifestamos todo lo que sentimos sin decir nada. En otros momentos las lágrimas se nos caen.
A veces son abrazos que huelen -porque el que abrazamos tiene un olor especial- pero, sin duda, son abrazos de Dios, de hermano, de igual a igual. En ese momento no hay ni curas, ni voluntarios, ni presos, todos nos abrazamos igual. Incluso, a veces, nos buscamos para abrazarnos, necesitamos el abrazo de cada sábado de cada uno de nosotros, porque cada abrazo con cada hermano es distinto y todos necesitamos de todos.
Cada abrazo es insustituible y Dios nos abraza en cada uno de ellos. A veces son abrazos prolongados, son abrazos fuertes, son abrazos que cuesta en mucha ocasiones despegar porque nos sentimos augusto, reconfortados, “llenos del amor de Dios presente en cada hermano machacado y derrotado por la vida”. Muchos son los que nos dicen que esperan ese abrazo de modo especial cada semana; recuerdo a Agustin, un hombre de más de cincuenta años que me decía que, para él, la Eucaristía era un momento de encuentro diferente y que esperaba cada semana que llegara el momento de que alguien le abrazara y le hiciera sentir importante, querido, valorado. O el abrazo sanador de nuestro Santi que cada vez que nos abraza con tanta fuerza nos quiere poseer y nos rompe porque quiere sentir todo el cariño que quizá le falta y que desea que le sane, que le salve.
En otras ocasiones, al final de la conversación con algún muchacho, son ellos los que te dicen: ¿puedo darte un abrazo?, como hace unos días me preguntó Monasa, un chaval de Somalia después de hablar y contarme su trágica vida con una sonrisa en los labios. Y, desde luego, que fue un abrazo de Dios, un abrazo en el que Dios mismo nos abrazó a los dos, un abrazo en el que el Dios musulmán de Monasa y el Dios de Jesús se fundieron en el único Dios, el Dios del amor y de la esperanza que nos abre al futuro, a un mundo nuevo, a un mundo en el que Dios vive en cada ser humano y manifiesta su ser cada vez que nos queremos y nos amamos como seres humanos.
Gracias Señor por tanto cariño derrochado en nuestra cárcel, gracias por tanto abrazo salvador, misericordioso, redentor, gracias porque eres el Dios de los abrazos y gracias porque en cada muchacho de Navalcarnero que nos abraza sentimos que tú mismo nos abrazas y sentimos que nos abrazas de igual a igual, de hermano a hermano, sin distinciones. Gracias porque eres el Dios del abrazo que nos invitas a abrazar desde ti a todas las personas a quienes, a veces, nuestra sociedad deja sin abrazar y al borde del camino.
*Francisco Javier Sánchez González es el capellán de cárcel de Navalcarnero y párroco de la Sagrada Familia en Fuenlabrada (Madrid)
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