El cubo verde

Estamos -nosotros y vosotros, nuestros lectores- de enhorabuena. Nuestro colaborador Juan Carlos Prieto retoma su sección Con los pies en la tierra, en la que hablará de ecología y sostenibilidad.

Lo recuerdo perfectamente. Estaba en la cocina de mi abuela Luisa, en una pila de cemento color grisáceo, debajo de un grifo de cobre. Tenía un tono verde esmeralda, tanto más brillante cuanto más le traspasaba el sol con sus rayos que entraban perpendicularmente desde la ventana del patio. El asa, semicircular, estaba hecha de hierro. Era uno de tantos cubos que regalaban los vendedores de piensos para animales, pero para mí ha adquirido un valor especial ahora que miro la vida desde la perspectiva de los años y valoro en mayor medida las cosas sencillas y cotidianas

Aquel cubo recogía el agua que iba saliendo del grifo. Foto: Juan Carlos Prieto

Por algún motivo, que ahora comprendo, el cubo verde solía estar siempre allí. La causa era sencilla: su función, recoger el agua que iba saliendo del grifo. Si se dejaba caer sin motivo, se desperdiciaba. Recuerdo de aquella época de mi infancia que en el patio había un pozo que ya apenas se utilizaba, pues no tenía casi agua. Anteriormente se encontraba el nivel freático a unos 6-8 metros de profundidad y se había utilizado para consumo rutinario y dar de beber al ganado. A fecha de hoy, el pozo ya ha desaparecido porque llegó un momento en que se secó totalmente.

Se preguntarán a qué viene toda esta historia con cierto tono nostálgico enmarcada en un contexto de recuerdos de mi niñez. El motivo es sencillo: mi abuela era una mujer sabia y hacía bien en mantener constantemente ese cubo en aquel lugar. Aunque en aquella época ya había agua corriente en las casas, mis abuelos, mi madre y mis tíos habían experimentado lo que era salir al patio en los meses fríos del invierno para coger del pozo el preciado líquido. Esa experiencia les hizo valorar el agua, pues requería un esfuerzo. Por ello, la recogían y la utilizaban de forma sensata no gastando más de la que necesitaban.

He retomado viejas costumbres familiares desde hace unos años y, como mi abuela, yo también tengo un cubo. Es de color azul, pero eso no importa. Es el compañero que me recuerda que no se debe desperdiciar el agua que sale del grifo. Un hecho tan cotidiano que muchos consideran normal no lo es para más de 2.000 millones de personas en el mundo que siguen sin tener acceso al agua potable y a saneamientos básicos, o bien pagan  3,5 o incluso 10 veces más de su precio habitual.

En África subsahariana sólo el 24% de la población  tiene acceso al agua potable y dedican unos 30 minutos al día para poder conseguirla. Sin duda somos unos afortunados y no debemos olvidar que también privilegiados. Pero más allá de que otros carezcan de ella, es un recurso cada vez más escaso que está siendo motivo de conflictos y guerras en distintas zonas del planeta. Tal es así, que el agua ha comenzado a cotizar en bolsa. 

Me viene a la mente el pasaje de la Samaritana que le pidió a Jesús, “el Frecuentapozos”, que le diera del agua viva, esa que brota de las corrientes subterráneas de las entrañas bondadosas de Dios y nos hace sabios y agradecidos. Hoy le pido que nos haga conscientes del valor de la hermana agua, que forma parte del 80% de nuestro cuerpo y sin la cual muchas funciones del mismo no se llevarían a cabo

Te invito a darle sentido, a recoger la que sale del grifo antes de que esté caliente para poderte duchar o lavar. Aprovéchala después para el baño. Te propongo que cojas un vaso para mojar el cepillo, enjuagarte la boca. Si te afeitas, te cepillas los dientes o friegas a mano, no la dejes correr. Te sugiero que recojas el agua  que tantas veces se desperdicia e infravalora. Te darás cuenta de que es mucha cantidad. Cuando la bebas, dale gracias por hidratar cada centímetro cúbico de tu cuerpo. Bebe a sorbos y saborea. Agradece y valora.

Juan Carlos Prieto
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