No me puedo creer lo que está pasando en Milán en los últimos 10 años, (y que me toque a mí verlo!) Vete a saber por qué razón algunos proyectos que llevan décadas incubándose de pronto despegan y adquieren unas dimensiones que asustan, sin que se haya hecho ninguna operación de marketing ni nada por el estilo.
La historia es la siguiente. En los años 60 parten desde Italia las primeras parejas de seglares hacia proyectos de desarrollo en África. A la vuelta a Italia, después de algunos años y con familia a cuestas, algunas de ellas no consiguen reintegrarse en su “vida anterior”: trabajo, piso, … porque algo en ellos ha cambiado profundamente. Empiezan una experiencia comunitaria en una de las últimas casas de labranza que quedan en Milán. De eso hace hoy unos treinta años. Durante este tiempo la comunidad de Villapizzone, cuatro familias y seis jesuitas marchosos (algunos ya ancianos), ha sido un lugar de referencia para miles de cristianos comprometidos, para muchos no-creyentes, para personas sin techo o sin papeles, para niños acogidos, para jóvenes en dificultad… Como no tenían trabajo se “especializaron” en mudanzas y en vaciar desvanes. De esta actividad, que ha dado trabajo a gente muy poco especializada (ex presos, ex drogatas, sin techo…) ha nacido una cooperativa de separación y reciclado, y una tienda de segunda mano.
De pronto, después de 25 años de experiencia comunitaria (casi única en Milán), y como respuesta a la cantidad de familias que pedían entrar en la comunidad, se convoca un encuentro para ver cuanta gente estaría interesada en abrir una nueva comunidad: ¡se presentan 60 familias! Una vez repuestos del susto se pensó qué hacer, y la idea (más para tomar tiempo que para otra cosa) que luego se reveló inteligente fue la de crear grupos de unas 10 parejas que durante un tiempo compartieran un proceso de discernimiento hacia la comunidad. Sólo posteriormente empezará la búsqueda de un lugar donde vivir y concretar el proyecto, sostenidos siempre por las parejas de la primera comunidad. En dos años se crean tres nuevas comunidades.
La voz corre y la convocatoria para parejas interesadas en un proceso comunitario se ha vuelto a hacer durante los últimos 4 años, con una media de parejas que se presentan de unas 50. (¡!) En este momento hay ya 15 comunidades abiertas con una media de 6 familias en cada una, en Milán, pero el modelo se está difundiendo como una mancha de aceite por toda Italia. Los grupos de discernimiento son ya más de 30 (de 10/12 parejas cada uno, sacad cuentas) y varios de ellos están buscando ya el lugar donde vivir.
¿Cuál es el secreto?
Pues eso nos preguntábamos mi marido y yo cuando acudimos al encuentro de presentación: ¿cual será el misterio de esta propuesta que, a diferencia de cualquier iniciativa eclesial o política, en este momento atrae masas de familias (sociológicamente el público más difícil de movilizar) a un compromiso nada “light”?
El primero es que no se trata de una “comuna” (juntos y revueltos) y de hecho ellos se autodenominan “comunidad de vecinos solidaria”. Cada familia tiene su espacio y su autonomía. La familia es “soberana” en sus decisiones, dicen, o sea que no está en función de la comunidad sino la comunidad en función de la familia. Hay espacios y proyectos comunes pero a ellos adhieren con autonomía. Un ejemplo: la comunidad no decide que hay que acoger a 7 niños del tribunal de menores y los distribuye entre las familias. Sino que cada familia, ante una demanda o un proyecto, responde según sus propias posibilidades (como haría una familia cualquiera): ¿tenemos bastante sitio?, ¿tenemos tiempo para seguirles?, ¿energías?… Esta es la garantía que nadie se sienta forzado a hacer algo para lo que no pueda responder.
El segundo es una curiosa mentalidad de compartir económico. Todas las familias ponen en común los sueldos (no lo ahorros, ni las herencias, ni otras pertenencias, sólo los sueldos) y a final de mes cada una recibe un cheque en blanco donde escribe la cifra que necesita para la familia ese mes. Con responsabilidad y conscientes de lo que hay en la caja común (que sí es público), pero con la libertad de sacar más el mes que lo necesitan. En caso de excedente, a final de año se dona a proyectos más necesitados, o a quien está iniciando una comunidad. Este método previene en parte algunos conflictos que generan el juicio sobre la austeridad o el despilfarro de los miembros de la comunidad. Lo que de hecho demuestra la experiencia hasta estos días, no obstante este sea uno de los temas que más asustan a quien se acerca a las comunidades, es que el compartir económico es como la multiplicación de los panes y los peces, suele sobrar (sobre todo porque se hace la compra al por mayor, se comparten las bicis, los coches, las lavadoras,…). Un aspecto muy interesante respecto al dinero es que han descubierto que para el nivel de vida que llevan (claramente sobrio pero mucho más que digno), gracias a la caja común es posible que casi todos trabajen fuera sólo media jornada (algunos trabajan para la cooperativa de segunda mano pero otros en sus trabajos de toda la vida), recuperando tiempo y energías para la comunidad, para la familia y la acogida, para otros proyectos que antes no podían seguir trabajando todo el día.
La tercera razón el la conveniencia de la vida comunitaria. Los fundadores de la primera comunidad, Bruno y Enrica Volpi, dicen que más que de una comunidad se trata de un “pacto de ayuda mutua”. Es algo que, según ellos, todos deberían poder vivir, por conveniencia propia. Después de los años en África, después de haber trabajado sin cobertura social ni nada, los Volpi no tienen pensión, pero su pensión son ¡son la comunidad que les sostiene, dicen, como ellos lo son de los otros miembros!
A menudo Bruno ironiza con los que quieren vivir en comunidad porque es más solidario, más evangélico, más radical…. “¡Se vive en comunidad para ser más feliz! ¡Si no, no lo hagáis!” Por ello no aconsejan que las familias vendan sus casas (en todo caso que las alquilen) porque uno no se “casar con la comunidad”, si descubren que no es su sitio tienen que poder volver a su casa, sin haber quemado las naves.
Otra cosa que dice Bruno, cuando vienen a visitarles asociaciones de padres con hijos discapacitados que se suelen llamar algo así como Después de nosotros (para resolver la asistencia a los hijos una vez muertos los padres) es: “No sé a qué esperan. No “después de vosotros” sino ¡ahora!, y con vosotros. Ahora queremos vivir felices y plenamente. Y si no invertís ahora en crear una red de relaciones en torno a vosotros, lo otro será sólo un aparcamiento para vuestros hijos.”
El hecho es que así, en sordina y sin ningún marketing particular, pasando de boca a boca, el desierto de las experiencias comunitarias en Italia, que parecía definitivamente estéril, está volviendo a dar frutos insospechados, audaces, no-violentos y creativos. Considero la comunidad, en sus mil posibilidades, uno de los temas proféticos que nuestra Iglesia debería promover. En este caso son los laicos los que tiran y en ellas podrían implicar a los sacerdotes (empezando por los diocesanos, tan solillos ellos!) y a todos los religiosos/as. ¿No es esto señal de que también “Otra Iglesia es posible”?
(Aprovecho para pedir oficialmente al colectivo Encomún un artículo sobre la realidad comunitaria en España, o por lo menos en el centro de ella)
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