Se veía venir. Se empieza por reivindicar el voto universal como procedimiento de participación política (es decir, de tomar parte en las decisiones que nos incumben) y termina por ser una competición de carteles electorales. Se elaboran leyes electorales para posibilitar la participación y se acaban convirtiendo en barreras para limitar el derecho a decidir. Y, claro, así no hay manera.
Lo que queremos es decidir, que nuestra opinión tenga peso real en los asuntos que nos conciernen. No queremos ser la clientela de un mercadeo dominado por la publicidad, cuando no por los insultos y el “pues tú más”, que resulta en una élite que se reparte el poder (a veces, más bienes que tampoco son suyos), que pervierten la representatividad en respuestas dóciles al silbo del jefe de filas.
Pues así, no. A unos procedimientos que apenas han cambiado en un par de siglos se le han roto las costuras. Es lo que pasa cuando se guarda vino nuevo en odres viejos. Queremos más. Queremos lo que es nuestro, así que ya no se trata solo de abrir las ventanas para que entre aire, sino de sacar el poder ciudadano a la calle, que ya es hora.
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