La primera mañana se levantó contento, pero la noticia le atragantó la tostada. Su vecina Fátima había pasado de inmigrante sin papeles a delincuente. Unos días más tarde, su gaznate sólo fue capaz de pasar un leve café: el sóbrino de Fátima, que había cometido un pequeño hurto la semana pasada, vería su condena considerablemente incrementada por el simple hecho de haber nacido en latitudes menos europeas.
Él no era rumano, pero algunas lecturas y una aceptable dosis de sentido común le hicieron sospechar que arrasar campamentos de familias rumanas anunciaba días de persecuciones más amplias que le amenazaban personalmente.
Algunas semanas más tarde, ya le resultaba imposible digerir cualquier desayuno o cualquier noticiario.
Después de las drásticas rebajas de inversiones en educación (a esas alturas, las posibilidades de formación de los maestros ya eran historia), vinieron las esperpénticas medidas “de orden público”.
Cuando se enteró de que la energía nuclear sería la luz que en adelante alumbraría sus sobresaltos, le quedó muy claro de qué hablaba el Gobierno cuando decía “orden” o “seguridad”. Y supo que los sueños ahora se llamarían pesadillas.
Tras tantas noches de insomnios que se abren a mañanas de pesadilla, la pregunta es quién trajo a este Gobierno que se plancha una pata de gallo en la conciencia con la misma tranquilidad que apisona unas chabolas, que lo mismo falsea la realidad que el espejo. Y supo a quién invocar con su brocha, su desolación y su rabia. “Inmigrantes, por favor, no nos dejéis solos con los italianos”.