Responsabilidad social de las empresas: ¿una verdadera herramienta para mejorar la gestión?

Algunas empresas canalizan la RSE a través de acciones con su personal. Un sistema capitalista colonizado por su versión más neoliberal, la burbuja inmobiliaria que deviene en crisis financiera y en una gravísima crisis económico-social, el injusto reparto de los impactos de la misma, la falta de transparencia, la escalada en la corrupción política y empresarial, un sistema financiero a la medida de los que más tienen… Podría parecer que no corren buenos tiempos para hablar de la Responsabilidad Social de las Empresas (RSE), expresión que recoge ese fenómeno voluntario que busca conciliar el crecimiento y la competitividad, integrando al mismo tiempo el compromiso con el desarrollo social y la mejora del medioambiente en sus operaciones comerciales y sus relaciones con sus interlocutores y afectados por su actividad. Sin embargo, algunos de los temas que más preocupan a la ciudadanía son, precisamente, sobre los que se basa la responsabilidad social: buen gobierno corporativo, ética empresarial y de los directivos y empresarios, impactos en la sociedad, fiscalidad justa, necesidad ineludible de mayor transparencia…

¿Tiene sentido discutir sobre si la RSE es un oxímoron (un imposible, una contradicción en sus términos), si es una herramienta más para la mercantilización progresiva de la sociedad e ir sustituyendo al Estado en sus obligaciones con los ciudadanos y ciudadanas? O, al contrario, ¿es una forma de que las empresas se comprometan decidida y organizadamente por el bien social y medioambiental, fomentando sus impactos positivos, minimizando o neutralizando los negativos y comunicándose cada vez más transparentemente con la ciudadanía y demás grupos de interés?

Hace poco leía en un diario especializado que ese tipo de debate ya aburría y que la RSE es lo que es, responsabilidad sobre los impactos en la sociedad, transparencia e informar sobre ellos para que las personas, los mercados, los y las accionistas tengan acceso a esos datos y así poder juzgar sobre qué es lo que hace una empresa y cómo lo hace. Y eso ni se muere, ni aburre… Es lo que es y cada vez importa más. No sé si es sensato relacionar sin más el injusto sistema económico social dominante, el desproporcionado poder de las grandes corporaciones, la «financierización» creciente de todos los sectores productivos y de servicios (incluidos los más básicos y necesarios para los ciudadanos), al éxito indudable de la empresa dentro de los actores sociales. Las empresas, sin duda, están en el ojo del huracán, muchas de ellas (grandes corporaciones multinacionales, con sus lobbies, sus intereses elitistas y su poder sistémico) son causantes de los más graves desequilibrios y representan un riesgo que no se dudaría en calificar de inasumible. Pero no parece que los Estados sean meros rehenes en esta situación y su ineficacia y su corrupción (cuando no su propia esencia autoritaria y de desprecio democrático) no los deja en una mejor situación. El análisis de la responsabilidad de la sociedad civil o ciudadanía, que representa la tercera columna en la que se sostiene la sociedad junto a lo público-gobiernos y a lo privado-empresas, nos llevaría muy lejos del propósito de este artículo, pero se podría asegurar que no es una mera víctima o comparsa.

Es arriesgado hacer juicios generalizados. ¿Qué empresa? ¿Los gigantes sistémicos de los que hablábamos antes, demasiado grandes como para ser controlados o para dejarlos caer (pensemos en el «salvamento» de ciertos bancos), empresas grandes o pequeñas que son motores de empleo y creación de riqueza, empresas públicas, empresas sociales que anteponen el beneficio social al económico? Entonces, ¿qué se puede esperar de la RSE ahora y en el futuro? Mucho se ha avanzado en el desarrollo de herramientas para implantar la responsabilidad social en las empresas, definir sus objetivos concretos, medirla, comunicarla, desarrollarla estratégicamente. La disciplina se ha hecho un hueco en las escuelas de negocio, en la Academia y, por supuesto, en la práctica diaria de muchas empresas (fundamentalmente grandes empresas y más incipientemente en las Pymes). Un gasto o inversión (otro tema que se podría desarrollar pero no aquí) justificado por su «rentabilidad». Ser responsable resulta rentable y no solo por acrecentar la reputación corporativa, sino también por una mejor relación con los grupos que afectan o son afectados por las actividad empresarial (stakeholders en su término anglosajón), porque posibilita captar mejores profesionales y retenerlos, porque equilibra los impactos negativos y porque mejora la innovación organizativa y lleva a las empresas a una mayor excelencia en la gestión.

A la vez, sin embargo, se ha ido produciendo en muchos casos un corrimiento semántico, desde la responsabilidad social empresarial a la responsabilidad empresarial a secas, o a la sostenibilidad, término más amplio, más «técnico», en el que es más fácil reseñar los logros responsables. En otros, se han llevado los departamentos que se encargan de su implantación a áreas como reputación, cuando no, directamente, al entorno del marketing (marketing con causa, verde…) o al de las relaciones institucionales. También es justo reconocer que, en muchas empresas, la RSE se hace depender directamente de los Consejos de Dirección y se intenta integrar en la estrategia global del negocio.

Leía hace poco de un supuesto «experto» en RSE que, hoy en día, todavía hay quien confunde RSE con ética empresarial. Decir que la responsabilidad social no se puede confundir con la ética empresarial es una barbaridad y enmascara su esencia: si la RSE no tiene que ver con la ética, con lo que las empresas mejoran la sociedad, la empeoran o la ponen en peligro, con lograr que sea una institución beneficiosa socialmente, pierde su razón de ser y puede ser manipulada. Por ese camino nos encontramos con empresas que dedican muchos esfuerzos al apartado de sostenibilidad, que consiguen premios, que están en los mejores rankings financieros responsables, que publican unas magníficas memorias, pero que son culpables de alimentar y mantener situaciones de injusticia social, de riesgo medioambiental, cuando no directamente de latrocinio y de «redistribución de riqueza» desde las personas más ricas a las más pobres. Estas son consecuencias indeseables de una RSE demasiado endogámica, que ha creado un sector o mercado a su alrededor y que, de alguna manera, se ha convertido en «asunto de especialistas» (que está bien), pero también en el que sectores empresariales «desaprensivos» quieren tener a la responsabilidad social.

Decía el político alemán Konrad Adenauer que «la política es demasiado importante como para dejársela a los políticos. Pues bien, podríamos decir que «la RSE es demasiado importante como para dejársela solo a los empresarios y a los expertos empresariales». No se pretende minimizar con esto la gran importancia del desarrollo de esta responsabilidad en sus formas de organización, reporte y comunicación, como GRI (Iniciativa Global de Reportes), el estándar más utilizado como marco para la elaboración de informes de sostenibilidad y el establecimiento y medición con indicadores transversales o sectoriales o el rico cuerpo de estándares generado (AA1000, ISO 26000…). La responsabilidad social ha seguido desarrollándose en los últimos años, es una disciplina madura que pugna por un modelo de empresa proactiva con la sociedad y con capacidad renovada de satisfacer sus nuevas demandas y sensibilidades y ha sobrevivido a la crisis económica. Cuando las organizaciones declinan y fallan, en muchos casos se tira poniendo parches con lo que se van consolidando modelos de difícil sostenibilidad. La RSE aporta una visión integral de la empresa como organización y vela para que se comporte como un buen ciudadano «corporativo», estable, fiable, que genere valor. Dicho esto, es necesario, asimismo, no ocultar sus debilidades: la complejidad creciente en los métodos de reporte y de medición de impactos, que hace a la RSE tan vulnerable a ser «secuestrada» por los que solo buscan un control de sus riesgos, manejando una doble moral y no dudando en «fabricar» injusticias y desequilibrios sistémicos para, luego, hacer contribuciones filantrópicas a la sociedad. Tampoco disimular algunos enemigos no demasiado obvios pero implacables, como el cortoplacismo de la mayoría de las instancias sociales, empresariales (y políticas), frente a problemas que necesitan respuestas sostenibles en un tiempo que va más allá de los resultados anuales, semestrales, del precio diario de la acción, pero también de la próxima cita electoral siempre a la vuelta de la esquina y del mundo impulsivo, instantáneo, del ya mismo, en que nos movemos creciente y acríticamente los ciudadanos y ciudadanas.

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