“Oír misa entera…” (y II)

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Acudir a escuchar la palabra de Dios y partir el pan no puede ser cuestión de obligatoriedad. Debemos ser conscientes de que, cuando hablamos de “oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar”, estamos refiriéndonos a un precepto o mandamiento, como así se dice, de la Iglesia. Es verdad que Jesús dice al grupo de personas que se habían reunido con él para celebrar la pascua judía que la celebración de aquella tarde era especial en el sentido que significaba el paso a la libertad verdadera y definitiva. Y que aquellos alimentos tan comunes, como eran el pan y el vino, simbolizaban a partir de aquel momento su cuerpo entregado y su sangre derramada. Les recuerda, por último, que cada vez que hagan aquel mismo gesto, partir, repartir y compartir el pan y beber el vino de la copa, no harán un gesto más ni tampoco recordarán una historia pasada; estarán reviviendo aquella misma experiencia de entrega y de libertad.

En ningún momento les ordena cuántas veces tienen que hacer aquel gesto; sencillamente, les dice que celebrarlo ha de suponer para sus vidas una exigencia y un compromiso hacia la libertad de “todos” los hombres y mujeres (en contraposición a “muchos” según algunas proposiciones teológicas actuales).

Es verdad que las primeras comunidades se dieron cuenta muy pronto de que celebrar aquel gesto suponía para ellas entroncarlas de manera directa con la manifestación más profunda del amor de Jesús. Y, por tanto, tenía sentido celebrarlo el primer día de la semana, recordando -según la tradición- el momento en que la muerte dio el paso definitivo a la vida, el egoísmo al amor, la violencia a la paz, etc.

Sin embargo, cabe decir que así como hay numerosos pasajes, especialmente de San Pablo, donde se recuerda a los y las fieles la manera digna de celebrar la Eucaristía y los abusos que deben evitar (1Cor 11, 17-34), son muy pocos, en cambio, en los que aparece que se reúnen el primer día de la semana; me viene a la mente, concretamente, el pasaje de Hech. 20,7 “El primer día de la semana estábamos reunidos para la fracción del pan y Pablo, que debía irse al día siguiente, comenzó a conversar con ellos. Pero su discurso se alargó hasta la medianoche”.

¿A qué espera, pues, la jerarquía eclesiástica para eliminar el término “obligatorio” por lo que a la celebración de al Eucaristías se refiere? “Es que se quedarían vacías la mayoría de las iglesias”, responden muchos. ¿Esta es la razón? ¿No se les ha ocurrido pensar que las aglomeraciones de antaño, por lo que conozco respecto a nuestro país, eran igualmente anómalas? Existen muchas cosas o realidades de la vida que no entienden de precepto e, incluso, están en contradicción directa con la obligación; una de ellas, para mí, es el hecho de celebrar cualquier acontecimiento y, en el caso al que me refiero, para una persona cristiana, celebrar el gesto sublime del amor por parte de Jesús.

Soy consciente de que el reto no es fácil y de que no consiste tampoco en decir “a partir de ahora no es obligatorio” lo que hasta ese momento sí que lo era. Posiblemente se tenga que llegar mucho más allá, comenzando por revisar muchas actitudes, muchos rituales, muchos lenguajes, etc. que tienen muy poco que ver con aquella Pascua que Jesús celebró con los suyos. Y, a lo mejor, de esta manera, aquello que era obligatorio y que resultaba, en general, aburrido y tedioso, comenzaba a ser descubierto no como algo “divertido”, pues tampoco se trata de eso, sino como una experiencia cuya celebración anima, ilusiona y resulta capaz de introducir a la persona en una dinámica de verdadera transcendencia.

Si se me permite, me atrevería a decir que, junto al hecho de la obligación, otra de las cosas de las cuales se le tendría que advertir a la persona cristiana es de esa especie de actitud individualista frente al hecho religioso en general y, de manera especial, respecto a los sacramentos. Y, de entre ellos, muy concretamente respecto a la celebración de la Eucaristía. El tema es profundo -lo sé- y puede llegar a levantar ampollas; pero pienso que a veces las personas necesitamos golpes fuertes que nos ayuden a salir del aburrimiento y de la rutina en que estamos instalados. En este caso, creo que el hecho de descubrir el sentido maravilloso de la celebración de la Eucaristía y sentir la necesidad de hacerlo se lo merece.

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