Vigilias de oración, cadenas de plegaria, oraciones especiales durante la celebración de la Eucaristía, etc., por decir algunos de los momentos en que se hacen votos pidiendo a Dios por el aumento de las vocaciones a la vida sacerdotal, también a la vida religiosa; aunque en este segundo caso la insistencia viene dada más por cada congregación en concreto.
Si mal no recuerdo, esta actitud comenzó a partir del momento en que los seminarios comenzaron a disminuir en cuanto al número de candidatos al sacerdocio se refiere. Si nos limitamos a los países católicos pertenecientes al mundo desarrollado, el inicio podríamos situarlo a partir de los años setenta del siglo pasado -poco después de haber finalizado el Concilio Vaticano II- y cuyo aumento se ha ido dando de manera progresiva hasta nuestros días.
No cabe duda de que la plegaria de petición es evangélica a todas luces, lo dice Jesús de manera contundente (“Pedid y se os dará”) además de otras parábolas que él mismo refirió de manera totalmente directa respecto a este tema.
Partiendo, pues, de esta evidencia, es decir, de la necesidad que tenemos de pedir a quien es el origen de todo bien y dada también nuestra indigencia, me vienen a la mente dos cuestiones por lo que a las vocaciones sacerdotales se refiere. En primer lugar, aunque pueda parecer paradójico y vaya en dirección opuesta a lo que parece ser el sentir general de mucha gente y, de manera muy especial, de todos o casi todos los dirigentes de la Iglesia, yo me pregunto si faltan realmente vocaciones sacerdotales. Suponiendo que así fuere, ¿qué tipo de vocaciones son las que hacen falta? Digo esto, porque puede suceder que tengamos que afrontar el problema desde perspectivas muy diferentes de las que hemos venido haciéndolo hasta ahora y, por lo mismo, cambiar también la finalidad de nuestra oración.
Está claro que, si partimos de una concepción de Iglesia como la que hemos tenido y seguimos teniendo, en general, hasta ahora (una Iglesia fundamentada en la cristiandad con todo tipo de estructuras que ello supone, como es la estructura parroquial como elemento más visible)no cabe ningún tipo de duda de que hacen falta tantas vocaciones sacerdotales como parroquias existentes para poner un sacerdote al frente de cada una de las mismas. Por tanto, es evidente que, desde una estructuración así de la pastoral, tendríamos que concluir que, efectivamente, hay escasez de vocaciones.
¿Por qué no pensamos, en cambio, que el problema puede venir -a lo mejor- de nuestra negación a replantear el problema del contenido de la fe, la manera de celebrarla, concretamente los momentos, los lugares, las personas, etc?
Tengo la sensación -bastante extendida, por otra parte- de que las parroquias, en general, han estado cumpliendo hasta ahora la función de lugar de culto y de centro administrativo. Es decir, la parroquia se identificaba con la Iglesia del lugar donde la gente, la mayoría por cierto, “recibía” (no perdamos de vista las comillas) los sacramentos que, a su vez, quedaban recogidos en el archivo parroquial. Para llevar a cabo esto se hacía necesaria la existencia de una persona, un hombre, un varón, preparado anteriormente en un centro específico (seminario) que, una vez ordenado, pasaba a formar parte de la jerarquía y que, a su vez, pasaba a ocupar un lugar preferente respecto a los laicos y laicas, al pueblo.
Sin embargo, sería injusto por mi parte pasar por alto la función social y de compromiso con las personas más necesitadas que muchas parroquias, posiblemente todas, han ejercido desde siempre y continúan ejerciendo de manera especial en estos momentos en nuestro país, entre otros.
Hecha esta salvedad, quisiera decir que no soy de los que piensan que para paliar semejante escasez habría que tomar algunas medidas, tales como suprimir el celibato obligatorio, ordenar a personas casadas o abrir el acceso al sacerdocio femenino. Todo esto es ya para mí fruta más que madura; los anteriores tres condicionantes, entre otros, los considero un derecho en sí mismos, nunca una solución de emergencia.
Me da miedo que lleguemos tarde, pero creo que nunca lo es si somos capaces de tener disposición a pararnos de tanto en tanto a examinar, desde la reflexión y la oración, cuál es el proyecto sobre el que tanto insistía Jesús en el Evangelio y que, al fin y al cabo, es la causa por la cual él dio su vida y que no es otra que el Reino. Un Reino que, por el hecho de comenzar ahora y aquí, es decir, por participar de lo humano y de lo temporal, está pidiendo a voz en grito planteamientos muy diferentes en cuanto a personas, tiempos y lugares que ayuden a sentir el amor a todas las personas, a la vez que las ayude también a descubrir dónde reside la esperanza verdadera. Por ello, yo me pregunto: ¿quizá no nos haga falta escuchar un poco más antes de pedir?
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