El sacramento de la misericordia (II)

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Interpretación de la parábola por el artista urbano Scott Erikson.Hablábamos en el artículo del mes pasado sobre el sacramento de la misericordia y la polémica que despierta en ciertos sectores eclesiales el hacerlo de manera comunitaria. Sin embargo, creo que hacerlo de forma comunitaria tiene un sentido más rico y más profundo que cuando lo hacemos de forma individual. ¿Por qué? Para mí existen diversas razones pero, personalmente, después de todo lo que he dicho anteriormente, me centraría en una muy concreta: el gran signo comunitario que han de tener todos los sacramentos, incluido, evidentemente, el de la penitencia.

Supongo que, respecto a esta afirmación, muchos me podrían hacer una acusación o darme un buen «tirón de orejas» argumentando que el sentido comunitario ya está presente cuando el penitente se acerca al confesor, puesto que éste es el representante de Cristo y de la Iglesia; concretada, en este caso representada, en un grupo, en una comunidad o en una parroquia que no siempre ha de estar necesariamente reunida físicamente.

Tengo que decir que a mí esta explicación no me convence en absoluto, por muy teológica que sea. Y no me convence por la sencilla razón de que, como personas que somos, todos necesitamos signos visibles -y no solamente espirituales- de lo que es una comunidad o de lo que significa dar sentido comunitario a una celebración.

Se podría poner todavía otra objeción a las celebraciones comunitarias de la penitencia sin acusación individual y con absolución colectiva: ¿qué pasaría con aquellas personas que, aprovechando el momento de la confesión, quisieran pedir un consejo, hacer una consulta, etc.? A mí me parece, intentando responder, que no es éste el momento más apropiado para hacerlo.

Por otra parte, hay algo que no acabo de entender; me refiero al hecho de que tenga que ser un sacerdote quien siempre tenga que aconsejar, aclarar o marcar la pauta. Seguro que hay seglares lo suficientemente maduros y preparados como para aconsejar y aclarar sobre todo en según qué temas y en qué momentos.

No en vano, la mayor parte de sacerdotes que aconsejan sobre cuestiones de matrimonio o de pareja lo hacen sin el más mínimo conocimiento personal, por lo que a la vida real se refiere. Y, peor aún, lo suelen hacer más desde el Derecho Canónico que desde el Evangelio.

Finalmente, quisiera comentar, aunque sea solo por encima, cómo una reflexión que he hecho durante muchos años -y cada vez que la hago de nuevo me reafirmo todavía más- sobre la parábola del Hijo Pródigo me ha ayudado a entender el perdón como algo misericordioso y festivo que no tiene nada que ver con la acusación individual y privada que, además, en la mayor parte de los casos, comporta una buena dosis de angustia.

En la parábola salen, al menos de forma implícita y velada, tres de aquellas cinco «cosas» y el intento de una cuarta que el catecismo de mi infancia consideraba necesarias para hacer una buena confesión: examen de conciencia, dolor de corazón (aunque quizá en este caso lo que había era más bien dolor de estómago, que no otra cosa, pero no entremos en este tema), propósito de la enmienda y el intento, como decía antes, de la cuarta. Es decir, cuando el hijo que vuelve se encuentra con el padre, éste le abraza y en cambio parece vislumbrarse una especie de deseo por parte del hijo de confesar al padre todo el mal que había hecho, cuando comienza a decirle: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti…».

Es en este momento cuando el padre le corta y no le deja continuar para evitar que el protagonista de aquel precioso encuentro sea la culpa del hijo en vez de serlo el amor y la misericordia inmensa del padre. No vale la pena dar más vueltas al pasado -piensa el padre- y, por eso, no solamente no le pide explicaciones ni cuentas de lo que ha hecho con el dinero (cómo, cuándo, en qué, con quién, etc. lo ha gastado), sino que también impide que el hijo se las dé. Aquí podría acabar perfectamente la historia y «borrón y cuenta nueva».

Pero lo que resulta todavía más sorprendente es que aquel reencuentro se convierte en una fiesta llena de alegría. Tanto que el hijo que acababa de volver queda desconcertado y, lo que es más triste aún, el mayor tremendamente indignado.

No es de extrañar la reacción que tuvo el hijo mayor, si nos atenemos al hecho de que el pedir perdón se ha identificado frecuentemente con unas buenas dosis de humillación por parte de la persona que ha cometido la culpa y ha sido perdonada. O, como mínimo, que se presente ante quien ha ofendido y se sienta culpable ante él. Por ello se explica precisamente que la reacción que tuvo el padre, de hecho la persona ofendida, llegase a desconcertar al hijo menor y le resultase incomprensible al mayor.

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