De entrada quiero dejar claro que no se trata simplemente de un cambio de nombre; mi intención es llegar mucho más allá y justificar este cambio de nomenclatura (sacramento de la misericordia en vez de sacramento de la penitencia), que no quiero que se interprete solamente como un cambio de estética respecto al sacramento de la confesión.
No quisiera cometer ningún error teológico pero, por si acaso, confieso de entrada que no es ésta mi gran especialidad, por lo que tampoco quiero caer en inexactitudes históricas: mi intención no es hacer teología sobre este sacramento ni tampoco presentar un estudio de su evolución a lo largo de la historia. Las razones son más bien de tipo pastoral, saliendo en contra de la prohibición que ha experimentado desde hace un tiempo la celebración del sacramento de la misericordia sin confesión individual y con absolución colectiva. Quiero hacerlo desde mi experiencia durante los doce años que fui corresponsable de la pastoral en la Parroquia de San Lorenzo, hoy catedral, de San Feliu de Llobregat (Barcelona). Ni más ni menos que como el gran sacramento de la misericordia.
Quiero comenzar manifestando que la finalidad de la celebración del sacramento de la penitencia, sin acusación individual y con absolución colectiva, no era otra que la de ayudar a que los y las fieles de la comunidad descubriesen el sentido personal del pecado, de la culpa y de las repercusiones que ambos pueden tener y tienen en el mundo, en la vida y en el interior de la Iglesia. Pero, sobre todo, que llegasen a descubrir que mucho más grande que su pecado o su culpa es el amor y la misericordia del Padre.
Con el relato de esta experiencia personal quiero salir también al paso de cierta expresión muy poco afortunada, «confesión de rebajas», con que algunos laicos y, sobre todo, bastantes sacerdotes, sorprendentemente jóvenes, han querido denominar y continúan denominando en la actualidad esta forma comunitaria de celebrar el sacramento de la penitencia. Yo, personalmente, no tuve entonces ni tengo ahora dicha sensación en ningún momento, más bien tengo la contraria. Pero es que estoy plenamente convencido de que tampoco la tenía ninguna de las personas que en aquellos momentos participaban de la celebración.
Entrando un poco a fondo en el tema, creo que no supone un secreto para nadie el hecho de que este sacramento no tiene buena prensa. Seguro que hay razones muy diversas de cara a corroborarlo; pero, a decir de muchos y muchas fieles, uno de los motivos es que ha provocado dolor e incluso ha llegado a inquietar en el peor sentido de la palabra y de manera innecesaria muchas conciencias. Al llegar aquí me gustaría hacer algunas puntualizaciones con el único propósito de aclarar lo máximo posible dicha afirmación.
En primer lugar decir que el mal no está en el sacramento como tal, sino en su «administración». Y fijaos que hablo de «administración» en vez de «celebración» porque, por desgracia, el sacramento de la penitencia ha tenido bien poco de «celebración»; sonaba incluso mal identificar penitencia con fiesta.
Conviene hacer un poco de análisis; sobre todo a partir de un momento histórico para entender qué parámetros (esquemas) de una época, seguramente válidos entonces, no pueden continuar manteniéndose en la actualidad. Me refiero concretamente al Concilio de Trento, cuando dice que existe la obligación de confesar todos los pecados mortales concretando el número y la especie de los mismos.
Trento lo hacía entonces desde la visión según la cual el pecado estaba «tabulado» objetivamente, teniendo muy poco en cuenta las circunstancias subjetivas del individuo; por tanto era el confesor quien, después de oír la acusación de la persona penitente, imponía la penitencia de acuerdo con la manifestación específica y numérica que esta última había hecho. Incluso era también el propio confesor quien, en algunas ocasiones, llegaba a «objetivar» aplicando las normas morales existentes a aquellos actos que la propia persona, por la razón que fuera, no había acabado de especificar de forma suficientemente clara. En una palabra, el sujeto y las circunstancias que le rodeaban contaban muy poco o nada en esta práctica penitencial.
Hoy día, gracias a Dios, la conciencia personal ha pasado a ocupar un plano más relevante, que no es ni más menos que el que le pertenece, aunque es verdad que esta conciencia en muchos casos está muy poco formada y por tanto hay que ayudarla a conseguir el verdadero grado de madurez. Ayuda que, en ningún caso, quiere decir «dirigismo», sino estar al lado para que sea la persona quien poco a poco vaya haciendo opciones responsables y generosas.
Estoy seguro de que, visto desde este otro ángulo, el número y la especie tienen en este momento muy poco sentido; es más, yo diría que únicamente lo tienen en tanto en cuanto son signo e indicio de las actitudes que negativamente distinguen a quien peca, ya que estamos hablando de pecado. Ya tenemos, pues, hoy día dos realidades, como son «conciencia» y «actitudes» personales, que quedan muy lejos de aquella «objetividad» que exigía al o la penitente la manifestación específica y numérica de todos y cada uno de sus pecados.
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