El Año de la Fe, proclamado por el papa Benedicto XVI, comenzó el 11 de octubre de 2012, con motivo del 50 aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II y concluirá el 24 de noviembre de 2013 con la solemnidad de Cristo Rey del Universo.
No nos debe extrañar, pues, que, durante este año se hable de la fe a nivel de Iglesia con una asiduidad mucho mayor de la que se suele hacer habitualmente. Por lo que a mí respecta, debo decir que el concepto de fe me introduce de manera obligada en el ámbito de creer y de las creencias. Personalmente, considero que no son lo mismo, ni mucho menos.
Si nos remontásemos al catecismo de antaño, concretamente al del jesuita padre Astete de mi infancia, allí nos encontraríamos con la definición que él atribuía a la fe; decía que “fe es creer, sencillamente, en lo que no vimos”. Como puedes imaginar si estás leyendo este artículo, se podía llegar a meter en el mismo saco todo lo que uno quisiera y más; como, de hecho, se ha llegado a hacer tantas veces.
Según esta definición, la fe estaría mucho más cerca de la razón, quizá -para ser más exactos- de la “sin razón”, que de la voluntad. Por tanto, toda persona que se considerase creyente, en este caso en el cristianismo a través de la doctrina presentada por parte de la Iglesia, tenía que estar dispuesta a aceptar todo lo que ésta le presentase, independientemente de que dicha persona lo entendiera o no. Está claro, pues, que, si nos ceñimos a semejante definición, se encuentra perfecta explicación a toda la cuestión de dogmas y de misterios, entre otras cosas. No se trataría, pues, de entender, sino de aceptar lo que otras personas “autorizadas” dictan como verdad o como cuestión de fe.
Por la misma razón no nos debe causar ningún tipo de extrañeza que, según este criterio, se pudiera llegar a ser buen creyente, buen cristiano o cristiana, con el solo hecho de “creer” mucho (lo pongo entre comillas). No hacía falta que las buenas obras avalasen semejante creencia; si las había, mejor que mejor. Aunque es verdad que lo que siempre ha tenido como contradictorio toda persona en su mínimo juicio es el hecho de manifestarse creyente y, sin embrago, estar dispuesto a hacer el mal a las demás en todo momento.
Yendo un poco más allá, me atrevería a decir que se puede tener una fe fundada teológicamente e, incluso, haber podido ser revelada y, en cambio, estar años luz del compromiso que dicha fe exige, pide y comporta. Esto sucede cuando la persona creyente en concreto se haya quedado en la dimensión puramente de conocimiento sin dar el paso necesario de cara a asumirlo y a hacerlo algo propio y personal.
Que conste que no estoy hablando de manera teórica y abstracta, ya que el caso más claro respecto a lo que acabo de decir lo tenemos en la persona del mismo Pedro, tal y como nos lo narra el evangelista Mateo, 16, 13-23. El pasaje es suficientemente conocido y, por tanto, no lo voy a citar literalmente. Pero en él aparece claramente cómo Pedro hace lo que hoy podríamos llamar un acto profundo de fe, manifestando que Jesús es el Mesías (“Tú eres el hijo del Dios vivo”). Profesión que el propio Jesús no rechaza, más bien lo contrario: asiente diciendo que es verdad.
De manera inmediata, sin embargo, es el mismo Pedro quien sale al paso reprochando a Jesús que su mesianismo tenga que pasar por la persecución y por la muerte. Continúa diciendo Mateo que “Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas y ser matado y resucitar al tercer día. Tomándole aparte Pedro, se puso a reprenderle diciendo: ´¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!` Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: ´¡Quítate de mi vista, Satanás!`”.
Por tanto, está claro que creer no significa profesar la fe de la manera más ortodoxa posible, sino tener disposición para asumir con total generosidad la experiencia vivida por la persona en quien se fundamenta dicha fe, según las palabras también de Jesús en otra ocasión: “Quien no toma su cruz y me sigue, no puede ser discípulo mío”. O también “No todo el que dice Señor, Señor, sino la persona que cumple la voluntad de mi Padre”.
Todo ello nos estaría diciendo que la fe debe ser, ante todo, un acto de confianza absoluta en alguien. Aquel “Sé de quién me he fiado”, tal y como le recuerda el mismo Pablo a Timoteo en la segunda carta que le dirige (2Tim 1,1). Una fe que solamente se mueve en el intelecto no puede ser transformadora, que es a donde nos debe llevar una fe verdadera. Debemos pensar en una fe arraigada en el corazón, en el sentido más genuino de la palabra; es decir, una fe que consiste en apostar a todas por alguien en quien confías, que no solo no te va a engañar, sino que va estar contigo en todo momento: “Yo estaré con vosotros hasta el final del mundo” (Mt. 28,19), en la ardua tarea de trabajar por el Reino. Cosa que difícilmente llegarán a hacer nunca los dogmas ni los misterios.
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