Me encuentro con Hilarión, un navarro del pueblecito de Abarzuza, con muchos años en Bilbao, pero con el espíritu originario a flor de piel. Hilarión se encuentra en una situación delicada y ya oteando el final de su vida entre nosotros.
Tras un rato de estar con él, ya me voy yendo y una joven que se encuentra a su lado, me detiene un momento. Quiere hacerme una consulta.
Ella, movida por el amor a su padre, le acompaña en todo momento y en tanto tiempo que permanece a su lado, descubre que a su padre se le han olvidado algunas palabras del Padre Nuestro y cuando se dispone a orarlo, no se siente bien cada vez que el hilo de la oración se corta; su deseo sería recitarlo de corrido, pero no hay posibilidad ya de hacerlo.
Aunque ella ya no es creyente, quiere que yo le enseñe el Padre Nuestro y el Ave María. Su deseo es el de poder, en el momento oportuno, ayudar a su padre a orar.
Nos sentamos en una salita cercana a la habitación y le voy dictando el Padre Nuestro, el Ave María y el Gloria. De repente le surge de dentro una expresión: “¡Si mi madre me viera hacer esto! ¿Qué diría?”
Es curiosa la escena. ¡Qué bonita!
A mí me supone este momento de estar con ella, el perder el autobús, que puntualmente, a las horas y diez minutos, parte para Bilbao. Me dispongo a hacer dedo para que no se me haga muy tarde la hora de llegar a casa. Estando en ello, pasa a mi lado la hija de Hilarión y muy amablemente, me lleva hasta el barrio. Esto es algo tan curioso que me acerca a sentirme en el camino de lo real y lo precioso de la vida.
Voy, en los días sucesivos, viendo a hija y padre en la capilla. Ella le va leyendo el evangelio del día y el padre permanece en una atención muy delicada, como deseando entrar en lo que Dios le vaya mostrando día a día.