Ella es una chica, de 45 años, de mi barrio de Otxarkoaga. La conozco desde hace ya unos cuantos años. Fue compañera de un chico que vivió con nosotros y que falleció hace ya dos años.
Me dicen que está en el hospital y cuando llego a verla, me resulta difícil reconocerla. En unos pocos meses ha bajado unos cuantos kilos de peso. Tiene la cara demacrada, que expresa que ya le queda muy poco tiempo de vida.
Cuando la veo no tengo otro deseo sino el de besarle su rostro que va perdiendo su original figura. Es la expresión de alguien que “ya va de vencida”.
Nada más darle el primer beso, comienza a llorar; un llanto profundo, que sale de muy dentro y que merece mi respuesta de ánimo. Aunque ya no le queda mucha vida, que no se deje vencer por la amargura.
La verdad es que no logro entender el sentido de ese llanto, que se expresa con tanta fuerza y que es tan real.
Cada vez que subo al hospital y la veo, mi actitud es la misma y su respuesta vuelve a repetirse. Nunca hay una palabra por su parte, sólo el llanto.
Uno de los días en que voy a verla me doy cuenta de que ha experimentado una ligera mejoría. Pero no me quiero dejar engañar. Sé seguro que es la ligera ascensión de quien en breves días volverá a caer y esta vez será la última recaída.
Así ha sido y a mí me ha tocado celebrar su funeral. Mi deseo es claro: “Padre, acógela en ti. Que en tu regazo sea para siempre feliz”.