Hay un pasaje en el evangelio de San Juan (cap. 8) que ha sufrido un curioso destino: aparece expurgado en algunos códices, cambiado de sitio en otros, ha escandalizado unas veces y se le ha discutido otras. No es momento de entrar en discusiones técnicas. Pero, a lo mejor, puede ayudar a comprender esas peripecias un breve midhrás sobre este pasaje. (Se llama midhrás al comentario que los teólogos judíos solían hacer sobre textos del Antiguo Testamento, intentado reescribirlos adaptados a situaciones nuevas).
“Volvía Jesús del monte de los olivos y se sentó a enseñar delante de una iglesia. Le escuchaba mucha gente. En esto, se presentó un grupo de letrados y fariseos que llevaban consigo a una mujer que… [había abortado], diciéndole” (ver Juan 8, 1-2):
Maestro, esta mujer ha sido sorprendida abortando; la Ley de Dios prohíbe matar. Y la ley civil, ahora que somos tan respetuosos que hemos abolido la pena de muerte, ordena que los convictos de homicidio o asesinato sean condenados a varios años de cárcel. ¿Qué crees que debemos hacer nosotros?
Jesús quedó en silencio y se inclinó haciendo garabatos en el suelo con un dedo. Exégetas posteriores afirman que estaba pensando: “te conozco amiga mía, eres una rumana inmigrante, te dejó encinta el señor en cuya casa trabajabas y cuya esposa, irritada con el marido, te mandó a la calle culpándote de lo que él te había hecho. Sé que no tienes aquí más familia que otro niño al que cuidar. ¡Pobre hija mía!”.
Tan absorto debió quedarse con esos pensamientos que los teólogos y fariseos insistieron levantando un poco la voz:
Bueno Maestro, ¿qué es lo que debemos hacer?
Entonces Jesús alzó los ojos y, con una inmensa dulzura, les dijo:
El que de vosotros esté sin pecado, llévela al juez para que dicte la sentencia de cárcel.
Al oír eso, ellos fueron retirándose uno por uno, comenzando por los más viejos.
(Los comentarios posteriores a este texto lo amplían con aclaraciones que ya no figuran en el original y quizá son fruto de la maldita curiosidad humana. Suponen que mientras se retiraban, Doña Ana iba recordando que ella había abortado en Londres hacía ya muchos años, cuando no era tan piadosa como ahora. Don Ángel iba preguntándose si no podría haber pasado lo mismo con otra emigrante colombiana de la que él también se aprovechó y optó por despedirla a continuación, y de la que le habían dicho que andaba haciendo de puta por el Raval de Barcelona. Don Cristóbal que había despedido a cincuenta trabajadores de su empresa tres años antes, se preguntaba si efectivamente era necesaria aquella “regulación”: él, sinceramente, la creyó necesaria porque, de lo contrario, tendría que bajar un par de escalones en su nivel social: pasar a llevar un Clío en vez de un Volvo, y contentarse con la casucha que había comprado hacía treinta años en el Guadarrama, en vez de construirse la nueva residencia que pensaba hacerse y que le iba a suponer mucho gasto porque todo el mundo sabe a cómo está el metro cuadrado en aquella zona… Pero él había pensado que todo eso era necesario para mantener “su condición social”…
Don Antonio, párroco de algunos de ellos, que tenía un importante cargo en la diócesis (y era quien había sugerido la idea de preguntarle a Jesucristo), era consciente de que para llegar a donde había llegado, había tenido que denunciar ante Roma a un cura compañero suyo que podía haberle quitado el puesto en el escalafón diocesano. Él se dijo que no lo hacía por eso motivo sino porque realmente aquel compañero predicaba un cristianismo “reduccionista” y horizontal que amenazaba quedarse sólo con lo humano de Jesús y vaciar al cristianismo de su dimensión vertical. Entonces estaba seguro de haber actuado con intención recta. Pero ahora, le vino a la cabeza que el cardenal Martini había denunciado esas conductas en algunos curas… A Carlos, la dulzura con que les había hablado Jesús, le hizo preguntarse si, efectivamente, había acudido a preguntar por amor a la vida, o por cierta necesidad de descargar adrenalina contra tantos criminales que, creía él, estaban degradando nuestra sociedad. Y don Francisco pensaba que, en un proceso de corrupción que estaban investigando los jueces por aquellos días y al que la policía había calificado como “cinturón”, él se había embolsado un buen pellizco y, en estas condiciones, mejor no acercarse a ningún juzgado. Ya habría en el grupo bastante buena gente, para que no tuviera que ser él quien la llevara al juez)…
Esas son anotaciones que añaden los exégetas. No son seguras y, por eso, será mejor dejarlas. El hecho es que la historia evangélica termina así:
La muchacha se quedó sola ante Jesús, el cual le preguntó esbozando una sonrisa:
¿Qué pasa muchacha? ¿Nadie te lleva a la cárcel?
Nadie, Señor, respondió ella.
Pues mucho menos voy a llevarte yo. Vete en paz y procura no hacer ningún mal.
Y, al ver la sonrisa bañada en lágrimas con que ella intentaba decirle Gracias, Jesús sonrió con un pelín de sorna y le dijo:
Pues ahora, aquí entre tú y yo, voy a decirte un secreto: ¿sabes? Yo soy profundamente antiabortista. Porque sé mejor que todos vosotros el milagro increíble que es la vida.