Comienzo por un diagnóstico de la situación y luego posible actitud ante él según el Espíritu tal como aparece en el Nuevo Testamento.
A veces uno tiene la impresión de que la Iglesia española actual no es una sino múltiple. O, sin decir tanto, de que hay grupos y sensibilidades tan diferentes que podrían ser de comunidades distintas. Aun a riesgo de caer en simplificaciones voy a intentar describir sus características principales. No soy sociólogo ni hijo de sociólogo, pero cuanto digo a continuación espero que esté suficientemente fundado y describa aproximadamente cómo somos los católicos españoles hoy en día.
Todos sabemos que hay un sector de mentalidad conservadora. Por poner algunos ejemplos de movimientos: Opus Dei, «Kikos», Comunión y Liberación y simpatizantes, así como otras personas afines. Se conoce hasta en la vestimenta de los clérigos activos en ese sector y no digamos en cuanto abren la boca o uno asiste a una celebración en su estilo. Y todo ello sin llegar a los extremos de las misas en latín o semejantes. Son colectivos a los que parece haber afectado muy poco el Concilio en su vertiente más profunda. Son el núcleo de las concentraciones multitudinarias en las visitas papales, de actos como las beatificaciones/canonizaciones de la Plaza de Colón hace algunos años, o las manifestaciones contra el aborto o la política educativa del Gobierno. Encuentran apoyo y fomento en no pocos obispos, por ejemplo Rouco o Martínez Camino. Son el equivalente eclesial a los «neocons» políticos, económicos y sociales. Curiosamente no se trata sólo, como podría pensarse en un primer momento, de gente mayor, aunque entre ella se encuentren participantes en estas «cofradías». Lo más notable es la representación de cierto tipo de jóvenes y de personas adultas en este grupo y que, de cara a mucha gente, son la imagen de la iglesia, aunque no sea cierto, como veremos a continuación.
Otros grupos
Hay otro sector casi opuesto por el vértice. Los restos de quienes vivimos el Concilio y la gran renovación en tantos campos que supuso, sobre todo en nuestro país. Son, por decirlo de un modo rápido y sencillo, los asistentes a los Congresos de Teología de la Asociación Juan XXIII. Muchos somos gente de cierta edad y, cada vez, por razones obvias, van quedando menos. Pretendemos vivir nuestra fe crítica y activamente y estar en sintonía con nuestro entorno, aunque – fuerza es confesarlo – lo conseguimos muy moderadamente.
Un tercer grupo está compuesto por quienes se interesan menos activamente por los temas eclesiales. En general son de talante conservador, pero no militan. Son, y lo han sido siempre, la mayoría de los asistentes a las iglesias los domingos y fiestas «de precepto». Piensan lo que les dicen y podrían cambiar si no se les pide mucho.
Y, naturalmente, hay que contar con la inmensa mayoría de «católicos» españoles nada, o apenas, practicantes, a quienes dejo fuera de mi actual consideración, referida más bien a los de alguna manera activos en la vida eclesial. Deberían de tenerse muy presentes, primero por su número y también porque son posibles destinatarios de la posible y deseable evangelización.
Finalmente -y estos entran todavía menos en el contenido de estas líneas tal como dice su título- la creciente marea de agnósticos e indiferentes y «laicos», sobre todo entre los jóvenes, que tampoco consideraré aquí. Pero también son a los que debe dirigirse el anuncio del Evangelio, si queremos seguir el ejemplo y la misión de Cristo. Lo cual es tema digno de tratarse en otra ocasión.
Consideraciones bíblicas
Ante esta realidad caben algunas consideraciones inspiradas fundamentalmente en los primeros tiempos, modélicos, de la Iglesia tal como aparecen en la Biblia.
La primera es no escandalizarse demasiado. Siempre, ya desde el comienzo, ha habido grupos en la comunidad cristiana, aun cuando ésta era de reducidas dimensiones. Si no, que le pregunten a Pablo cuando escribía a los de Corinto, que decían: «Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas… yo de Cristo», o cuando unos, los «avanzados» podían comer de la carne ofrecida a los ídolos, pues ya sabían que los dioses paganos no existían, mientras que otros no querían comer de esa misma carne porque era, para ellos, participar en la idolatría. Eran los «progres» y los «carcas» de entonces. Ello no ha impedido el crecimiento y la expansión, en lo individual y en lo colectivo, de esa comunidad. Ni se veía como una lacra absoluta mientras las diferencias no sobrepasasen ciertos límites y no se llegase a divisiones reales. De hecho en los escritos del Nuevo Testamento se aprecian formas muy diferentes de concebir el cristianismo, sin que ninguna sea superior a los demás.
Exhortación a la unidad
Pablo no está de acuerdo con las divisiones cuando sobrepasan ciertos límites, las critica, y quiere que no sean la última palabra en la comunidad. Exhorta a la unidad, pero no apela, en términos generales, a «excomuniones» generales. Nosotros no hemos llegado a extremos de auténticas divisiones. Pero puede y debe fomentarse mayor cohesión, sobre todo de cara afuera.
Otra consideración práctica es no pretender una unificación por decreto, imponer un único criterio de acción o pensar que uno de esos grupos -de ordinario el primero- es el mejor representante de la comunidad y privilegiar sus modos de pensar y actuar.
Lo esencial, como siempre ha sido, es fijarse más en lo que une que en lo que divide. En esta línea hay que apelar a la fe común en Cristo y a lo fundamental del Evangelio, sin detenerse en las formas accidentales. Con otras palabras, estar atentos a la unidad que crea el Espíritu. Por encima de ideologías o de formas concretas de imaginar el mensaje, está el aprecio, la estima, el perdón la compasión, el respeto… frutos todos del amor y maneras de vivirlo. Ser tardos en condenar, en declarar «herejes» a los demás, cuando hay tanta pluralidad legítima en el Nuevo Testamento. Y mucho menos intentar imponer conductas cuando hay tanto margen para vivir el mensaje. Y esto vale también para los jerarcas, de cuya misión respecto a este y a otros puntos hablaré otro día
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