Hay quien se plantea la vida como una lucha por la supervivencia. Está claro. La sociedad es una selva. Todo y todos son posibles amenazas. No hay descanso. Como mucho, algo de seguridad se logra cuando se cierra con llave por dentro la puerta de la casa. En algunos casos, ni siquiera eso. La frontera está al cerrar con llave la puerta del cuarto. Es el mundo reducido a la mínima expresión. El resto, lo de fuera, es lucha, competencia, rivalidad, venganza, golpea antes de que te golpeen.
El Evangelio es otra cosa. Nada que ver. Jesús se mueve en otro nivel, en otra dimensión. La casa es el mundo. Ahí todos somos familia. Todos somos hijos e hijas de un mismo Padre. No hay razón para la desconfianza. No hay razón para la rivalidad. Podemos pensar diferente pero todos somos los que somos: hermanos y hermanas. Con esta base se construye un mundo diferente, una relación diferente. Tan diferente que es lo que llamamos Reino. Hay que reconocer que está complicado convencer al que viene con la estaca de que lo mejor es tender simplemente la mano abierta para saludar y disfrutar de la fraternidad. Básicamente porque tiene mucho miedo y el miedo ciega.
En los evangelios de este mes se ve esto con facilidad. El primer domingo de este mes (5 de octubre) toca la parábola de los viñadores homicidas. Se sienten inseguros. Se quieren quedar con la viña. Roban, apalean, matan. Todo puro miedo. ¡Nadie les iba a echar! Solo se quería ver que aprovechaban la viña para todos. El segundo domingo (12 de octubre) es la parábola del banquete de bodas. Que los invitados no quieren ir a disfrutar del banquete. ¡Pura desconfianza! Seguro que pensaron que algo querría el rey si los invitaba. Más miedo. Más desconfianza. Y la ruptura de la fraternidad. El tercer domingo (19 de octubre) son los fariseos preguntando a Jesús para pillarle en falta. Lo de menos es la pregunta. De nuevo la desconfianza, el miedo. Todo menos tender la mano y trabajar juntos por el bien de todo.
Menos mal, que el cuarto domingo (26 de octubre) Jesús nos da un palo y nos recuerda que no hay más mandamiento que amar a Dios y a los hermanos, que nos dejemos de miedos y temores, que el futuro pasa por la fraternidad y por el Reino. No hay más que decir.
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