Ya todos conocemos el viejo chiste de que están en el cielo el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y deciden tomarse unas vacaciones. Cada uno va diciendo el lugar donde piensa pasar unos días de descanso. Y, cuando llega el turno al Espíritu Santo, dice que va a ir a Roma, porque “no ha estado nunca allí”.
A veces tengo la impresión de que el Espíritu no ha estado en ningún sitio. A veces me dejo llevar por el pesimismo y todo lo veo negro. Me quedo solo con el Evangelio en la mano y una sensación enorme de impotencia. Sí, Jesús es una gran figura. Sí, Jesús resucitó. Sí, su mensaje es claro, es un hermoso sueño. Pero luego todo ha quedado en nada. Como dijo aquel famoso teólogo francés, Loisy, “Jesús anunció el Reino, y vino la Iglesia”. Vino toda esta estructura ante la que tantas veces tenemos la sensación de que nos ahoga más que nos anima.
Pero, machaconamente, en la Iglesia seguimos celebrando Pentecostés cada año. Es el sello final a la celebración de la Pascua. Es el comienzo de algo nuevo porque la ventolera del Espíritu desata toda una serie de fuerzas que han convertido la historia de esta Iglesia, de nuestra Iglesia, en una realidad vital que va mucho más allá del código de derecho canónico, de la estructura jerárquica piramidal y centralizada que la gobierna y de sus formas litúrgicas a veces discutibles.
El viento del Espíritu no ha tenido miedo a oponerse a las leyes eclesiásticas. ¿Un ejemplo? El IV concilio de Letrán (1215) prohibió la fundación de nuevas órdenes religiosas femeninas. No es preciso hacer ningún comentario. Es que el Espíritu es libre. Y sigue soplando. Lo nuevo, lo original, del Espíritu es que precisamente fue capaz de romper el aislamiento en que se habían auto-encerrado los apóstoles y aquel pequeño grupo de seguidores de Jesús. El Espíritu les obligó a salir de aquella estancia, a abrir la ventanas y a proclamar el mensaje de Jesús al sol del mediodía. Desde entonces, no ha habido fuerza humana que haya sido capaz de ahogar la fuerza impetuosa de ese Espíritu.
Hoy nosotros tenemos el desafío de creer en que la fuerza del Espíritu, su fuego, sigue presente entre nosotros. No es tiempo de encerrarnos en pequeños conventículos sino de salir al mundo, a la calle y encontrarnos con él. El Espíritu no conoce fronteras ni límites. No conoce prejuicios de ningún tipo y tiene la fuerza para recrear lo que a nosotros nos parece muerto. El Espíritu hace que la esperanza rebrote en nosotros y que miremos con cariño al mundo que nos rodea pero también a nuestros mandamás eclesiásticos. ¡Ni siquiera ellos se pueden oponer a su fuerza!