Oí el otro día decir a alguien que decir algo así como “voy a dedicarme a trabajar por el Reino” era una frase confusa. Podía sonar a “evangélicos”. Puede ser que no estemos de acuerdo en la forma como anuncian y proclaman el reino los “evangélicos”. Pero en lo que tenemos que estar de acuerdo es en que la persona cristiana tiene como misión fundamental y única proclamar con sus palabras y acciones el Reino de Dios. Descubrirlo ya presente en la tierra, promoverlo y denunciar a quienes se oponen a él.
Todo esto viene porque las lecturas de este mes terminan aterrizando en la proclamación del Reino al nivel más pegado a la tierra que se pueda imaginar. El mes comienza con la fiesta de Santa María, Madre de Dios, el mismo día 1 de enero, con un Evangelio que nos relata la escena de los pastores que van a adorar a Jesús. Es la Navidad en su esencia. Es la imagen del Belén tradicional. El domingo siguiente, 5 de enero, lo pone más solemne, porque el Evangelio es la lectura del prólogo de Juan: “En el principio era el Verbo…”. Después viene la Epifanía, 6 de enero, la fiesta de los Reyes Magos, la manifestación de Jesús a todos los pueblos. Seguimos caminando entre el romanticismo del Belén y la solemnidad de un acontecimiento que se pretende cósmico: Dios se ha hecho carne, se ha hecho uno de nosotros.
Alguno ya diría que ya está hecho el mes. Ya está dicho lo más importante. Que lo demás son corolarios sin importancia. Pero no es así. El Bautismo de Jesús, domingo 12 de enero, nos aterriza de golpe en esta tierra nuestra. El niño ha crecido. Empieza tomar sus propias decisiones. Deja a sus padres y comienza un nuevo camino. Al principio se posicionará cerca del Bautista. Éste da testimonio de él (domingo 19 de enero). Jesús va al desierto, vive –podemos suponer–una profunda experiencia que le hace descubrir su propia identidad y su relación con el Padre. Pero también descubre que su lugar no está en el desierto.
Jesús vuelve del desierto transformado. Siente en su corazón que su misión no consiste en alejarse de los hombres y mujeres de su tiempo para vivir en la pureza, lejos de toda contaminación. Precisamente, su misión va a ser la contraria: anunciar el Reino de Dios a los hombres y mujeres de su tiempo. No espera que se acerquen a él. Él va a ellos y ellas, camina sus caminos, come con esas personas, duerme en sus casas. Les invita a cambiar de vida, a convertirse, a vivir el Reino, como hijos e hijas de Dios. Llama algunos a seguirle y “recorre toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando la buena nueva del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo” (domingo 26 de enero).
Lo mismo, lo mismito, que tenemos que hacer hoy quienes decimos creer en Jesús. Menos reuniones y más calle y más cercanía con las personas que sufren. Eso es proclamar el Reino. Aquí es donde termina el romanticismo y la solemnidad de la Navidad. En el polvo de las calles y en la mano tendida a quien sufre.
- Francisco, el primer milagro de Bergoglio - 10 de marzo de 2023
- Naufragio evitable en Calabria; decenas de muertes derivadas de la política migratoria de la UE - 27 de febrero de 2023
- Control y represión, único lenguaje del gobierno de Nicaragua - 21 de febrero de 2023