Cuando recibí el ofrecimiento para colaborar desde mi experiencia personal en la revista alandar mi primera reacción fue decir: “Ahí es nada lo que se me pide”. Y lo van a comprender a lo largo de este autoanálisis, un autoanálisis que tomo como un reto, como un verdadero y ansiado pasado de página, como una subida de escaleras que me ha llevado a la meseta de la ausencia de miedos y la paz interior.
Se trata de contar cómo he subido esos peldaños y que yo he dado en resumir en cuatro con la esperanza de que me fuera dado tiempo para un quinto. Podrían parecer pocos, así, a primera vista, pero no son los peldaños lo importante, ni siquiera el esfuerzo que hubiera costado subirlos, sino el tiempo invertido en cada uno de ellos, la cantidad de reflexiones, luchas, renuncias, abandonos y acercamientos. Y, al final, respuestas a la coherencia con la que quieres vivir.
Todo esto no se puede entender sin que ya le ponga nombre a estos retos que me tocaron en la segunda mitad del siglo XX. Tengo 64 años y todos ellos han sido necesarios para ser lo que soy: mujer, feminista y lesbiana. Y cristiana. Y católica. El que haya sido buena hija, buena estudiante, buena amiga, buena maestra, buena escritora, buena compañera y demás, no son detalles que le hayan importado a la Iglesia católica en sus jerarquías y normas, pero con lo que no contaba es que cuando se comprende que se es mujer, mujer sin influencia de hombre, de la manera que sea, indefectiblemente una se da cuenta de que tiene que trabajar por la dignidad a la que se tiene derecho. Así llegué a entender que soy feminista. Ahí ya me empiezo a dar cuenta del margen, pero te dices ¿más al margen? ¿En la fe también al margen?
Ser mujer, en principio, aún cuando corrieran los años 50, no fue difícil. Y menos si lo eras dentro de una familia religiosa. En este inicio de la personalidad, la Iglesia todavía estaba tranquila. Nada que objetar. Ser feminista fue algo más difícil. Vas conociendo la injusticia que te toca como mujer dentro de la Iglesia. Y, no aceptándolo, decidí repudiarla en secreto.
Sí, la repudié en secreto, me convertí en “laica” y luché contra su anacronismo, me excomulgué personal y públicamente, me puse del lado de todas las ideas opuestas que iban emergiendo: divorcio, aborto, eutanasia… Hacía responsable a la Iglesia “oficial” del apartheid al que estaba sometida y que me apartaba del verdadero espíritu conciliador de Jesús. No podía comprender que hubiera otra salida que estar fuera. Y luché desde fuera.
Pero un nuevo paso me hizo chocar con una barrera mucho más inexpugnable: mi homosexualidad. Eso ya sí que era una gran confrontación que movió los más recónditos interrogantes de mi condición, orientación u opción humana con respecto a la fe a la que pertenecía. Y ya no solo luché, sino que me enfrenté.
Me enfrenté desde el dolor de que se me cuestionara y se me estigmatizara. Toda mi esencia era mirada con recelo y mucho peor: despreciada. Es algo que te hace sentirte contaminada, incómoda, hipócrita, todas las miserias humanas afloraron dentro de mí. Una está confusa, se deja de entrar al templo por si te echan, dejas de hablar libremente por si te hacen un desprecio, intentas no pensar en Dios por si no te contesta, te alejas, no hablas, no miras, no intervienes por si todo es malinterpretado, te hacen sentirte depredadora y leprosa del alma y el afán de supervivencia hace que todo sea compulsivo, irreflexivo y suicida.
Durante un tiempo reaccioné reservándome un reducto resentido dentro de mí y mi vida espiritual, incluso mi fe se fue agostando, reduciendo, acartonando. Dejé de lado cualquier práctica, me desafecté totalmente. Dios era una palabra, ya ni le buscaba.
Pero Él sí me buscaba a mí, había persistido en silencio junto a mi zozobra. Y me encontró. Una mano se me ofreció en el momento en el que debía subir el penúltimo escalón y tiró de mí. No había ningún juicio en su limpia mirada. Empecé a comprender que no se trataba de juzgar ni de ser juzgada. Como una hija pródiga me puse a sus pies. No me dejó que me explicara, entendí que los seres humanos nos empecinamos en que se nos acepte, en dar explicaciones de los porqués, cómos y cuándos de nuestro trayecto en la vida. Somos rehenes de la culpa y desconocemos cualquier otra salida. Pero Dios no pide explicaciones, solo abraza.
Volví a la fe a través de su misericordia. Solo así sentí el perdón y aparqué mi rebeldía. Con el amor no hay lugar para el juicio pero con la misericordia se alcanza a saber que sí debemos ser perdonados. A partir de ahí comprendí que, si das un paso hacia Él, Él te lleva a los dos siguientes. Empecé a oírle, a escucharle. Ya no me pregunto si me acepta, sé que me ama.
Dos personas me acompañaron en mi vuelta a casa… Una me colocó frente a la puerta y me introdujo en la estancia ya en paz. Otra puso la mano en mi hombro invitándome a trabajar desde dentro. Ya la Iglesia no me hace daño, cada cual debe encontrar su camino como yo el mío. Ya no la juzgo, voy a vivir lo que tiene de bueno. Y a profundizar en el Evangelio.
A pesar de mi comienzo y mi discurrir en la vida, ahora pienso que no ha sido tan difícil. Los humanos sin Dios nos complicamos mucho la vida pero yo le doy las gracias por haber salido indemne y sin rencor. Y desde esa gratitud pido la bendición para quienes me marcaron el camino. Al fin ha sido más largo y duro pero he logrado llegar “a casa”.
Y he comprendido que, siendo lo que soy, lo que decido y por lo que opto, la mirada de Dios ha dado sentido a mi vida. Una mirada que ha reforzado mi fe y me invita a seguirle.
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Ahí es nada
Bueno comienza la autora con unas frases como “un autoanálisis que tomo como un reto, como un verdadero y ansiado pasado de página” y más adelante “yo he dado en resumir en cuatro con la esperanza de que me fuera dado tiempo para un quinto”. A medida que me he ido sumergiendo en el artículo, ¡madre mía!, no sé cuantas veces lo he leído y lo que me ha impresionado la fuerza y al mismo tiempo la ternura. Yo creo, que no sería capaz de hacer ese autoanálisis, para eso hay que ser muy valiente y muy mujer, en este caso.
Pero debo reconocer que no me ha extrañado, conozco a Mercedes, tiene un corazón que no le cabe en el pecho, es mi amiga y la quiero. Por lo tanto me parece genial como finaliza y me alegro por ella “la mirada de Dios ha dado sentido a mi vida. Una mirada que ha reforzado mi fe y me invita a seguirle”
Ahí es nada
Las personas como Mercedes hacen que nuestra sociedad cambie cada día. Una sociedad especializada en juzgar, jerarquizar, oprimir, clasificar y estigmatizadar a las personas; una sociedad que tiene individuos capaces de observar, denunciar y expresarse de forma libre y especial, y que hacen posibles los cambios de rumbo.
«La vida siempre se abre paso» ¡¡ Enorabuena Mercedes !!
Francisco Javier Carrasco Díaz