Con la crisis la creatividad en la búsqueda de soluciones se agudiza. Si tengo que hacer un trayecto en coche -yo solo- y puedo llevar a alguien con el que compartir, como poco, los costes, eso que me ahorro. Sí, también está esa idea romántica de conocer nueva gente, conversar, etcétera, pero yendo a lo crematístico, compartir gastos es lo que se ha hecho siempre (pisos de estudiante…) así que ahora que los cinturones están más apretados y la tecnología ayuda es lógico que hayan aparecido muchas iniciativas que, de una manera u otra, se han agrupado bajo el paraguas del llamado consumo colaborativo o economía colaborativa. No sin cierta polémica en algunos casos.
Reconozco que, en un principio, mis simpatías estaban más del lado de Uber: una iniciativa nacida para compartir desplazamientos en coche por la ciudad, que hacía competencia a los taxis clásicos (muy enfadados y que han conseguido que se prohíba en varias ciudades) y que hoy está valorada según el periódico Financial Times en más de 14.000 millones de euros. Si te ibas a desplazar y necesitabas un vehículo, mirabas a ver si alguien más iba en esa dirección, gracias a una aplicación de móvil te ponías inmediatamente en contacto con él o ella, acordabas un precio que se suponía era para compartir gastos…y ¡voilà! Lo que pasa es que el precio a veces era casi el de mercado y algunas personas usaban Uber como un negocio particular.
También reconozco que he usado los servicios de Airbnb, una web en la que buscar alojamientos particulares a lo largo y ancho del mundo, que abarata mucho las estancias y te hace sentir un poco más como en casa (al menos más que en un impersonal y estandarizado hotel). Hoy Airbnb vale, según ese mismo periódico, 10.200 millones de euros y tiene un «parque» de 800.000 apartamentos en 190 países. Lo que pasa es que algunos propietarios, por eso de la ley de la oferta y la demanda, han pervertido algo esta idea y usan el servicio como una página más para ofrecer alquileres a precio cuasi de mercado.
La primigenia idea que hay detrás de la economía colaborativa tiene que ver con el convencimiento de que es necesario pasar del “tener” al “usar”; de ser “propietario” a ser “usuario”. Y no es nueva: en los sótanos de la mayoría de las comunidades de vecinos de países del Norte de Europa hay un par de lavadoras para uso compartido por los habitantes del edificio, que se autogestionan para no coincidir en calendario, paga cada uno su detergente y ponen un pequeño fondo común para averías y reposiciones. Y no, no tiene cada uno su propia lavadora en casa, con lo que se evitan preocupaciones, tiempos muertos y ruidos de centrifugado que llegan al salón justo durante tu serie de televisión favorita. Y quien dice lavadora dice segadora de césped, que es una máquina que se usa una vez cada diez o quince días para cortar unos pocos m2 de terreno y que bien podría comprarse entre unos cuantos vecinos.
En los orígenes del consumo colaborativo están también, de alguna manera, el trueque, los bancos de tiempo o las compras colectivas y los grupos de consumo. En los principios ideológicos que marcan la economía compartida está el valor de lo común por encima de lo individual, la búsqueda de soluciones innovadoras desde lo colectivo y la firme convicción de que es mejor y se llega más lejos juntos que separados. Bueno y, por supuesto, la certeza de que es necesario trabajar por el decrecimiento y la sostenibilidad.
Y, sin embargo, el capitalismo cauto, acechante, taimado, aprovechado, ha ido viendo que se podía hacer negocio con esos sentimientos y esas creencias y ha ido llevando a su terreno y haciendo de lo colaborativo una etiqueta más con la que hacer negocio.
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