El día 14 de este mes de octubre Óscar Arnulfo Romero, al que el pueblo ya hiciera San Romero de las Américas, será canonizado en Roma. La misma Roma que le miraba recelosa antes de que la ultraderecha salvadoreña acabase con su vida de un disparo en el pecho mientras celebraba la misa.
Es sin duda una buena noticia que sabe a desagravio y reconocimiento necesarios pero que deja sobrevolando en el ambiente una precaución. Tocará ahora estar muy pendientes para que la oficialización (y por tanto institucionalización) de la santidad de Romero no dulcifiquen ni un poco su imagen. Que no quede, entre los muros del Vaticano, descafeinada su voz profética.
La dulcificación le ha servido a determinada iglesia para, al igual que un filtro de Instagram saturado, desdibujar a sus ejemplos más inspiradores. Así, la “Dulce Virgen María” se aleja de la campesina de Nazaret, esa comadre del suburbio a la que escribiera Casaldáliga en un poemario, y la convierte en intangible, en irreal. Así, la radicalidad de un San Francisco de Asís desnudo ante todo materialismo dejándole las cosas claras a un papa se transforma casi en una imagen de cómic jugando entre animalillos (que también).
No son tiempos para dulcificarnos. Sí para la ternura, que no es lo mismo. Como decía la pionera del ecofeminismo Petra Kelly, nos toca “ser tiernos y al mismo tiempo subversivos”. Y profetas en un mundo que parece querer volver a horas oscuras. Como Romero.