Hoy he visitado por primera vez un centro de protección de menores. Se trata de “hogares de acogida” para niños que, por algún motivo, no pueden residir con sus padres. En algunos casos son los propios padres los que solicitan la medida como una solución temporal a una dificultad concreta. En esas situaciones, la administración solamente asume lo que se denomina “guarda” del niño o niña, manteniendo los padres la patria potestad. En los casos peores, la tutela se retira por completo a los padres y la administración pasa a ser, a todos los efectos, la responsable de su vida. Ninguna de las dos situaciones es sencilla y es increíble cómo todo eso se trasluce en la mirada de los chavales.
Quien espere que vaya a contar el drama de un lugar inhóspito, sucio y lleno de malos tratos está muy equivocado. Afortunadamente, en la mayoría de los casos ya no es así (aunque hay otro tipo de centros mucho más complicados, los que acogen a los denominados “menores con trastornos de conducta”, que han despertado la alarma de instituciones como el Defensor del Pueblo o el Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas). Para empezar, se intenta que los centros no sean enormes orfanatos; el que hemos visitado acoge a 30 chicos y chicas de entre 6 y 18 años y mantiene toda una planta desocupada, para ofrecer a sus habitantes un ambiente lo más acogedor y familiar posible. Todo el edificio está rodeado de luz y plantas, una pequeña piscina portátil en el patio interior, columpios fuera y unas habitaciones en todo similares a las que podemos tener en casa para nuestros hijos, aunque con un poco más de “densidad” (unas cuatro camas por habitación). Mini-apartamentos para los adolescentes, donde se hacen su comida y lavan su ropa, habitaciones preciosas para los más pequeños, pósters de chicas, de futbolistas, de princesas…
Tal vez es que hoy era un día especial, porque la mayoría se habían ido de campamento y los pocos que quedaban deambulaban aburridos sin saber muy bien en qué ocupar su tiempo, pero lo cierto es que ni lo agradable del ambiente, ni el trato cariñoso y cercano de los cuidadores, lograba limpiar del todo el velo de su mirada. Me impresionó especialmente la de la chica de 16 años que, resignada, nos contaba que se iba a pasar unos días con su padre. Después nuestro cicerone nos contó que en su casa ni siquiera tienen luz…
En teoría, ningún chico puede ser apartado de sus padres por la mera ausencia de recursos económicos. En la práctica, la pobreza casi nunca es un mal que se manifiesta en solitario, sino que viene asociado a otros mil problemas (falta de empleo o empleo precario, desconocimiento de algunos cuidados básicos, situaciones de violencia, marginación, adicciones…) que al final acaban justificando el ingreso en el centro. Pero, ¿no es posible intervenir antes? ¿No hay manera de apoyar a esas familias para evitar llegar a esa situación?
Hace poco un alto responsable político nos explicaba la paradoja de lo que un trabajador social puede suponer para distintos colectivos de los considerados “vulnerables”. Para un anciano es alguien que, en el peor de los casos, te escucha y te invita a un café. En el mejor, te consigue algún tipo de ayuda (doméstica, económica, vacaciones, compañía…). Para unos padres de familia puede representar la amenaza de una separación de tus hijos. Y muchos no se arriesgan, no piden ayuda a tiempo y cuando el caso se detecta ya es demasiado tarde.
Tal vez estoy especialmente sensible porque, cuando estas páginas vean la luz, yo estaré acunando a mi segunda hija. No puedo evitar pensar en el contraste entre unas vidas y otra y no me refiero, precisamente, a lo material. No podemos seguir cerrando los ojos a esa realidad, porque son muchos los niños que están así y porque, aunque sólo hubiera uno, ya sería más de lo que debemos permitir como sociedad. Ahora el gobierno dice que va a intentar que no haya ningún niño menor de 6 años en un centro de acogida. Por excepcional que sea el centro, nada equivale al calor de una familia. Por eso, los españoles debemos familiarizarnos más con la figura de los acogimientos temporales (no sólo de niños saharahuis, sino también de los que están más cerca de nosotros y nunca vemos). Pero se acerca el final de la legislatura y ya no dará tiempo a modificar la ley, los niños seguirán teniendo que esperar. Mientras tanto, seguro que hay cosas que podemos hacer para limpiar un poco más esa mirada. Al menos, prestémosles atención.