Muchas son las páginas que han dedicado los medios de comunicación a la “revolución blanca” que ha vivido Egipto durante las últimas semanas. Muchos han sido los análisis que se han vertido sobre el papel de Internet y las redes sociales para organizar la movilización. Y, sin embargo, he leído y escuchado muy poco sobre el aspecto generacional de la misma. Referencias rápidas tal vez a “la victoria de los jóvenes”, pero poco análisis al respecto. Y, en particular, poca comparación entre estas ansias de libertad y la apatía en la que parece instalada de modo permanente la juventud que nos rodea con carácter más cercano. Ciertamente, no pretendo comparar realidades, no estamos hablando aquí de luchar contra dictaduras (o al menos, no en lo político), pero… ¿no tenemos en España realidades suficientemente acuciantes como para movilizar, un poco siquiera, a los colectivos más jóvenes? El desempleo, los bajos salarios, el problema del acceso a la vivienda, al crédito, la discriminación de algunos colectivos, la pobreza creciente…
Hablando de pobreza, ando envuelta en las últimas semanas en un estudio sobre la percepción que tienen los niños españoles sobre la situación económica de sus familias. Y lo cierto es que, aunque todos han oído hablar de la crisis, la mayoría afirma no tener ni idea de esas cuestiones. Y, en general, el desconocimiento aumenta cuanto más acomodada es la situación familiar, siendo los niños que viven en familias más humildes los que tienen un nivel de conciencia mayor sobre el panorama de ingresos familiares, lo que pueden reclamar y lo que no es más que un sueño inalcanzable. En principio, parece comprensible y hasta saludable: mantenemos a los niños alejados de nuestras preocupaciones, en cualquier caso no pueden hacer nada por solucionarlas y no es justo compartir con ellos una carga que les robe, aunque sea en una pequeña parte, la inocencia y despreocupación propias de su edad.
Y, sin embargo, tratando de obrar en su beneficio podemos estarles privando de un derecho, que tienen incluso legalmente reconocido, como es el de poder manifestar su opinión en aquellos asuntos que les afectan. Adaptando la información a su capacidad de comprensión y sin transmitirle más angustia de la necesaria, les permitimos formar parte de algunas decisiones familiares (no se trata de hacer lo que ellos quieren pero si, por ejemplo, tenemos que cambiarles de colegio puede estar bien tener una idea de qué cosas son importantes para ellos, o dónde van a ir sus actuales amigos), al tiempo que les implicamos en la solución y, más importante aún, empezamos a inculcarles el valor de la responsabilidad.
Y por ahí es por donde viene la conexión con Egipto, aunque parezca que me he ido del tema. Lo cierto es que en nuestro empeño por mantener a los niños en su burbuja de felicidad hemos llegado a hacerles tan impermeables a la realidad que les rodea que no encuentran el momento para dar el paso y afrontar la crudeza que les espera al otro lado. Sobre todo si no les afecta de manera directa (o no son capaces de ver esa relación). Sin embargo, si vamos involucrando poco a poco a nuestros hijos en la realidad familiar, escolar, vecinal, etc., sembraremos en ellos la semilla de la responsabilidad y de una conciencia social que, de manera casi inevitable, acabará llamándoles a la acción, porque nada de lo que ocurre a su alrededor les resultará ajeno.
En estos meses de “movilización juvenil apostólica” hay tan sólo una cosa que envidio a esos movimientos oficiales de jóvenes. Y es que, al menos, ellos tienen claras sus ideas y se implican. Cierto que me gustaría que esas ideas fueran otras un poco más cercanas a lo que predicaba de fondo el Evangelio, pero no creo que la indiferencia sea mejor alternativa. Por no hablar de los que tienen clara una visión diferente, pero por miedo o por comodidad no se atreven a apostar por ella.
No me interpreten mal, no pretendo llevar a nuestros hijos a las barricadas. Pero creo que ha llegado el momento de sacarles de la burbuja. Antes de que sea demasiado tarde.