Cada año, en enero, se produce la cumbre de Davos, que reúne a multimillonarios, altos directivos de empresas y gobernantes. Desde 2014, la desigualdad extrema es un tema presente en esa agenda. Es un problema global.
Nos hemos encontrado con una curiosa confluencia de voces refiriéndose a la preocupante magnitud del fenónemo. Desde Oxfam se ha apuntado que la riqueza acumulada de 80 (85 individuos un año antes) es la misma que la que tienen 3.500 millones de personas. Sabemos también que, para 2016, el 1% de la población mundial (60 millones de personas tendrán tanto como el resto, 7.000 millones).
Tamaña acumulación en un mundo que sigue sufriendo hambre y pobreza extrema es inaceptable. Pero peor aún es el poder que implica tener tanto: la capacidad de influir en las leyes, en los gobiernos… y, por tanto, de perpetuar y profundizar esa acumulación extrema. El patrón de desigualdad se está disparando en el mundo entero, Europa incluida. Es cierto que hay a quien estas cifras y estas tendencias no le hacen pensar, pero ese autismo social no es mayoritario, afortunadamente. Sabemos hoy que nuestra ciudadanía es consciente de esa concentración de riqueza y poder, que opera directamente en contra de sus necesidades.
El papa Francisco ha señalado, tras una larga reflexión sobre la economía de la exclusión y la inequidad, que “la desigualdad es la raíz de todos los males sociales”. Barack Obama ha dicho que “la peligrosa y creciente desigualdad y la consiguiente falta de movilidad social está matando el ‘sueño americano”, que señala que si trabajas duro, tendrás oportunidades de progresar. “Creo –añadió- que este es el reto definitorio de nuestro tiempo”. Christine Lagarde, la directora gerente del FMI, ha señalado también que “una distribución más equitativa del ingreso permite una mayor estabilidad económica, un crecimiento económico más sostenido y sociedades más saludables con lazos más fuertes de cohesión y confianza”. Por último, The Economist titulaba, en un especial de octubre de 2013, que “la desigualdad creciente es uno de los mayores retos sociales, económicos y políticos de nuestro tiempo. Pero no es inevitable”.
La desigualdad extrema que padecemos amenaza los logros en reducción de la pobreza y aumenta la bolsa de personas en situación de vulnerabilidad e inseguridad, contamina la democracia al capturar el poder político y concentra en un número cada vez menor de personas los recursos y las oportunidades. La desigualdad extrema lastra el crecimiento, impide a personas con talento pero sin ingresos realizarse y progresar en la sociedad, es moralmente insoportable y, a mayor nivel de desigualdad, más inseguras y violentas son las sociedades –y más guardas privados de seguridad hay por habitante.
España entra en un año multielectoral y este debe ser su gran debate: ¿qué hacemos y con qué grado de urgencia para combatirla y vivir en una sociedad más justa y más feliz?, ¿qué plantea cada partido para atajar la pobreza y proteger a las personas excluidas y para combatir activamente la desigualdad y promover con fuerza la igualdad de oportunidades? Es la gran pregunta. La cosmética fiscal que suele aparecer en año electoral no puede ser el engaño ante las preguntas verdaderamente importantes.
Winston Churchill solía diferenciar entre aquellos políticos “que piensan en las próximas elecciones” y aquellos “que piensan en las próximas generaciones”, pues son estos últimos los que hacen avanzar a la sociedad y a la humanidad.
La atención que presten los partidos al reto de la desigualdad -por cierto, de la mano del de la sostenibilidad ambiental, pues son indisociables- nos dará esa medida.
Ahora tenemos ventaja: la ciudadanía se ha despertado y sabemos que más allá de partidos y gobernantes, tenemos una voz cada vez más fuerte y capacidad de acción cada día. Y también antes y después de cada elección. Que no se nos olvide.
- La justicia social pasa por una justicia fiscal - 29 de mayo de 2023
- Gasto militar y belicismo en España - 23 de mayo de 2023
- Mujeres adultas vulneradas en la iglesia - 18 de mayo de 2023